La
Destrucción de Salón de Belleza
Eugenio,
mi profundo interés en este momento se encuentra centrado en
contarte cómo, hace algunos años, mi afición por
los acuarios me llevó a decorar mi salón de belleza con
peces de distintos colores. Hoy, que el salón se ha convertido
en un Moridero -donde van a terminar sus días quienes no
tienen dónde hacerlo- me cuesta mucho trabajo apreciar
cómo, poco a poco, los peces han ido desapareciendo. Tal vez
se deba a que el agua corriente está llegando demasiado
cargada de cloro, o quizá que no tengo el tiempo suficiente
para otorgarles los cuidados que se merecen. Pero no Eugenio.
Yo soy un escritor, jamás he sido dueño de un Salón
de Belleza. Y menos aún de un Moridero. Aunque no puedes negar
que seria interesante contar con uno. De eso no me cabe la menor
duda. Acondicionar un espacio para que la gente muera de una manera
apropiada. Pues en nuestras vidas cotidianas no lo solemos advertir,
pero hay decenas de personas que mueren en situaciones no del todo
recomendables. Yo he pensado más de una vez que seria una
forma adecuada de utilizar el sótano de la casa que habito.
Nunca he sabido realmente qué hacer con su existencia. Durante
un tiempo lo utilicé como cuarto oscuro para revelar
fotografías. En otras sólo de depósito.
Acondicionarlo para recibir a gente en situación de muerte
desamparada podría ser una solución a su evidente
inutilidad. El relato del salón de belleza lo está
llevando a cabo una voz narrativa, que conforma un libro que salió
publicado por primera vez veinte años atrás. Fue un
libro que escribí en una temporada en que recibía las
esporádicas visitas de un estudiante de filosofía que,
aparte de los estudios que realizaba en la facultad donde se
encontraba matriculado, tenía la costumbre de salir travestido
a las calles. Eso, lo que dices lo describe de manera precisa: se
trataba de un filósofo travesti. Haber hallado, Eugenio, a esa
clase de estudioso me pareció lo suficientemente peculiar como
para dedicar tardes enteras a escuchar no sólo acerca de sus
peripecias nocturnas, sino sobre las maneras en que aplicaba en la
vida cotidiana sus conocimientos de Kant o Nietzsche, de quienes era
devoto. Recuerdo que llegaba a mi casa, y luego de acomodar el
maletín donde transportaba lo necesario para realizar su
transformación, comenzaba a recurrirse, entre esos asuntos, al
Mito del Eterno Retono o a la Crítica a la Razón Pura.
No era sólo capaz de explicarme de una manera clara las partes
más abstractas de semejantes obras, sino que me ofrecía
-mientras iba transformando su cuerpo- una serie de ejemplos de cómo
esas construcciones filosóficas se presentaban -y de forma
muchas veces inadvertida- en la vida diaria. El maletín que
llevaba el travesti-filosófo contenía algunos libros,
así como las ropas y objetos que iba a necesitar durante sus
incursiones nocturnas. Pero en el relato, Eugenio, como te señalo,
una voz narrativa parece querer referirse a los tiempos en que sus
acuarios se mantenían en la mejor de las condiciones posibles.
Cuenta que comenzó criando Guppys Reales. Los encargados de la
tienda donde los adquirió le aseguraron que se trataba de los
peces más resistentes con los que contaban. Por eso mismo eran
los que se consideraban como de más fácil crianza. En
otras palabras, eran los peces ideales para un principante. Los de la
tienda aseguraron además que contaban con la particularidad de
reproducirse rápidamente. Se trata, Eugenio, de peces
vivíparos, que no necesitan de un motor de oxígeno para
que los huevos se mantengan en buenas condiciones sin que el agua
deba cambiarse todo el tiempo. La primera vez que puso en práctica
su afición, la voz narrativa no tuvo demasiada suerte. “Compré
un acuario de medianas proporciones y metí dentro una
hembra preñada, otra todavía virgen, y un macho con una
larga cola de colores. Al día siguiente el macho amaneció
muerto. Estaba echado boca arriba en el fondo del acuario, sobre las
piedras blancas con las que recubrí la base. Busqué de
inmediato el guante de hule, con el que acostumbraba teñir el
pelo de las clientes, y saqué al ejemplar sin vida. Durante
los días siguientes no ocurrió nada importante.
Simplemente traté de darle a los peces la cantidad correcta de
comida. No deseaba ni que sufrieran de empacho ni que padecieran de
hambre. Ese control ayudaba además a mantener todo el tiempo
el agua cristalina. Todo parecía marchar en orden, sin embargo
cuando la hembra preñada parió se desató una
persecución implacable. La otra hembra quería comerse a
las crías. Sin embargo, los recién nacidos parecían
contar con unos poderosos y rápidos reflejos que
momentáneamente los salvaban de la muerte. De los varios
que nacieron, solo tres quedaron con vida. Un par de días
después, y sin ninguna razón aparente, la madre
apareció muerta. Después de parir, en lugar de seguir
nadando como siempre, se había quedado estática al
fondo del acuario, sin la que la hinchazón del vientre
disminuyera en ningún momento. Nuevamente tuve que colocarme
el guante de hule que utilizaba para los tintes. De ese modo saqué
a la madre muerta y la arrojé luego al excusado, que se ubica
detrás del galpón donde duermo. Mis compañeros
de trabajo de ese entonces, no estaban de acuerdo con que llevare a
cabo semejante afición. Afirmaban que los peces traían
mala suerte. Sin embargo, nunca les hice caso y con el tiempo fui
adquiriendo nuevos acuarios. También una serie de implementos
que me permitían mantenerlos en regla. Conseguí
pequeños motores generadores de oxígeno, que simulaban
muchos de ellos pequeños cofres de tesoro hundidos en el fondo
del mar. También hallé algunos en forma de hombres
rana, de cuyos tanques salían en forma constates decenas de
burbujas. Cuando por fin adquirí cierto dominio con otros
Guppys Reales que fui comprendo, me aventuré a contar con
peces de crianza más difícil. Me llamaban la atención
las Carpas Doradas. En la misma tienda me enteré de que en
ciertas culturas era un placer la simple contemplación de las
Carpas. A mí comenzó a sucederme lo mismo. Podía
pasar varias horas seguidas admirando los reflejos que emitían
las escamas. Alguien me contó después que aquel
pasatiempo era una diversión extranjera." Recuerdo,
Eugenio, el tono de voz que utilizó el actor que participó
en la primera puesta en escena que se realizó con este texto.
El director de teatro decidió hacer un monologo a partir de la
voz narrativa que sostiene al libro. Creo que ese acto, Eugenio fue
la primera destrucción por la que tuvo que pasar el texto. En
un primer momento, cuando me plantearon la idea, pensé en la
presencia del filósofo- travesti para realizar semejante
representación. Creo que incluso se lo llegué a
plantear en una de las visitas que realizaba a la habitación
que rentaba en ese entonces. Cuando se lo dije, el filósofo-travesti
no pareció entender lo que le estaba proponiendo. Me contestó
que para su persona, cualquier tipo de representación carecía
de sentido. El director consiguió un personaje, al que
extrañamente vistieron como si se tratara de mi persona. De
primera impresión se tenía la idea de que era yo mismo
llevando a la escena mi propia voz narrativa. Se trató de un
monologo contado de manera lineal -con lineal quiero decir que de una
forma semejante a como se encuentra estructurado el libro-, que dio
como resultado una obra oscura. El personaje, una vez iniciado el
discurso, iba cambiando mi apariencia física -de una manera
semejante a como lo hacia el filósofo travesti en el cuarto
que rentaba-, y se colocaba algunas pelucas, hacia uso de
instrumentos de cosmetología, y contaba todo el tiempo con una
pecera a medio llenar . Al final de la función se abrió
un debate público entre los asistentes. Se trató de un
momento curioso, yo como espectador, en el cual fui testigo de cómo
aquella puesta en escena era atacada por la mayor parte de los
participantes. Lo que más parecía exigírsele era
realismo. Para mí fue desconcertante escuchar estas críticas,
pues muchas de ellas utilizaban el texto escrito -casi todos habían
leído la primera edición de Salón de Belleza,
aparecida meses antes- para apoyar sus ideas. A mí me
sorprendió principalmente que los asistentes aceptasen el
libro y no una escenificación realizada a partir del respeto
casi estricto del texto. Me preguntaba en qué momento iban a
girar hacia mí para hacerme el reclamo que enfocaban al
escenario. Advertí entonces, Eugenio, que me encontraba ante
una destrucción de Salón de Belleza, entre otros
motivos porque había ocurrido un juego de superposición
de textos. Se había puesto en escena de manera física
algo que había sido concebido para ser leído por un
lector solitario. Se habían llenado, con la presencie de una
especie de alter ego del autor, los vacíos y los silencios en
los que tan minuciosamente supuestamente se había trabajado
durante la elaboración del libro. En otros términos,
Eugenio, me parece que no se había hecho la transposición
de un genero a otro de la manera adecuada. No habían sido
reemplazados esos vacíos, esos cambios inesperados entre la
descripción de una persona en medio de la más terrible
de las agonías y la añoranza de un pez dorado, que con
su presencia, pensaba seguramente la voz narrativa, realzaba la
decoración y el estatus de ese salón de belleza ubicado
en los extramuros de la ciudad. Lo contaba la misma voz, que para
llegar al salón de belleza se debía no sólo
tomar líneas de transporte público suburbanas sino, una
vez abandonado el medio de transporte, caminar durante un buen tiempo
por calles sin asfalto. El salón de belleza cerraba sus
puertas a las ocho de la noche. Ere buena hora para
hacerlo.
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