INTRODUCCIÓN ¿POR QUE ARGUMENTAR? ALGUNAS PERSONAS PIENSAN QUE ARGUMENTAR

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INTRODUCCIÓN ¿Por que argumentar?

Algunas personas piensan que argumentar es, simplemente, exponer sus prejuicios bajo una nueva forma. Por ello, muchas personas también piensan que los argumentos son desagradables e inútiles. Una definición de «argumento» tomada de un diccionario es «disputa». En este sentido, a veces decimos que dos personas «tienen un argumento»: una discusión verbal. Esto es algo muy común. Pero no representa lo que realmente son los argumentos. En este libro, «dar un argumento» significa ofrecer un conjunto de razones o de pruebas en apoyo de una conclusión. Aquí, un argumento no es simplemente la afirmación de ciertas opiniones, ni se trata simplemente de una disputa. Los argumentos son intentos de apoyar ciertas opiniones con razones. En este sentido, los argumentos no son inútiles, son, en efecto, esenciales. El argumento es esencial, en primer lugar, porque es una manera de tratar de informarse acerca de que opiniones son mejores que otras. No todos los puntos de vista son iguales. Algunas conclusiones pueden apoyarse en buenas razones, otras tienen un sustento mucho más débil. Pero a menudo, desconocemos cual es cual. Tenemos que dar argumentos en favor de las diferentes conclusiones y luego valorarlos para considerar cuan fuertes son realmente. En este sentido, un argumento es un medio para indagar. Algunos filósofos y activistas han argüido, por ejemplo, que la «industria de la cría» de animales para producir carne causa inmensos sufrimientos a los animales, y es, por lo tanto, injustificada e inmoral. ¿Tienen razón? Usted no puede decidirlo consultando sus prejuicios, ya que están involucradas muchas cuestiones. ¿Tenemos obligaciones morales hacia otras especies, por ejemplo, o sólo el sufrimiento humano es realmente malo? ¿En que medida podemos vivir bien los seres humanos sin comer carne? Algu­nos vegetarianos han vivido hasta edades muy avanzadas, ¿muestra esto que las dietas vegetarianas son más saludables? ¿O es un dato irrelevante considerando que algunos no vegetarianos también han vi­vido hasta edades muy avanzadas? (Usted puede realizar algún progreso preguntando si un porcentaje más alto de vegetarianos vive más años.) ¿O es que las personas más sanas tienden a ser vegetarianas, o a la inversa? Todas estas preguntas necesitan ser consideradas cuidadosamente, y las respuestas no son claras de antemano. Argumentar es importante también por otra razón. Una vez que hemos llegado a una conclusión bien sustentada en razones, la explicamos y la defendemos mediante argumentos. Un buen argumento no es una mera reiteración de las conclusiones. En su lugar, ofrece razones y pruebas, de tal manera que otras per­sonas puedan formarse sus propias opiniones por sí mismas. Si usted llega a la convicción de que esta claro que debemos cambiar la manera de criar y de usar a los animales, por ejemplo, debe usar argumen­tos para explicar como llego a su conclusión, de ese modo convencerá a otros. Ofrezca las razones y prue­bas que a usted le convenzan. No es un error tener opiniones. El error es no tener nada más. (A. Weston *Las claves de la argumentación.*)









CÓMO GANAR DISCUSIONES (O AL MENOS CÓMO EVITAR PERDERLAS) UNA INTRODUCCIÓN A LA TEORÍA DE LA ARGUMENTACIÓN. PABLO DA SILVEIRA.

INTRODUCCIÓNGanar una discusión no es lo mismo que tener razón ni perderla es sinónimo de estar equivocado. Con mucha frecuencia, el que consigue imponerse en un debate es simplemente el más habilidoso, el más experimentado o el que tiene una personalidad más avasallante (a veces también el más cruel o el menos escrupuloso). Todos hemos hecho la experiencia de encontrar con varias horas de retraso el argumento que hubiera permitido zanjar definitivamente la cuestión. Pero para entonces la idea no tenía ninguna utilidad, porque la discusión había terminado y el otro había salido mejor parado. Vistas así las cosas, parecería que la discusión y el debate son actividades de las que no deberíamos esperar nada bueno. Apenas se trataría de dos formas de enfrentamiento en las que, como tantas veces ocurre, simplemente impera la ley del más fuerte. La única diferencia radicaría en que en esos casos no se trata de la fortaleza física sino de la fortaleza psicológica o dialéctica. Es innegable que muchas discusiones reales se ajustan a esta descripción. Pero también es cierto que la confrontación de ideas y la evaluación recíproca de argumentos son actividades de las que no podemos prescindir fácilmente. Los seres humanos no tenemos línea directa con ninguna fuente de verdades absolutas, de modo que todo el tiempo estamos obligados a verificar la solidez de nuestras convicciones. Y es prácticamente inevitable que ese esfuerzo nos lleve a someter nuestras certezas a la crítica ajena. Hace ya un siglo y medio, John Stuart Mill decía que la mejor evidencia que podemos proporcionar en favor de una idea consiste en someterla a una discusión en la que todos tengan una oportunidad de refutarla. Si la idea supera esa prueba, habremos ido lo más lejos que podemos ir en esa dirección. Las discusiones reales pueden volverse ásperas y desagradables porque los seres humanos somos intelectual y moralmente imperfectos. Pero es justamente a causa de esta imperfección que no podemos privarnos de discutir. Debatir es el mejor método del que disponemos para aclararnos las ideas y para descubrir nuestros propios errores. Es además una manera de incorporar puntos de vista diferentes, de considerar posibilidades que no se nos habían ocurrido y de beneficiarnos de lo que aprendieron otros. Por todo esto, lo máximo a lo que podemos aspirar es a tener las mejores discusiones que seamos capaces de protagonizar. La teoría de la argumentación es la disciplina que se ocupa de darnos armas para mejorar la calidad de nuestras discusiones. Se trata de un área del conocimiento que ha experimentado un desarrollo importante en las últimas décadas, aunque en esencia es la prolongación de dos disciplinas que tienen miles de años: la lógica y la retórica. El primero de esos vínculos es fácil de entender: un argumento consiste en un encadenamiento de premisas que conduce a una conclusión, y la lógica se ocupa del modo en que las premisas se encadenan con las conclusiones. En consecuencia, es imposible hablar de argumentación sin hablar al mismo tiempo de lógica. Sin embargo, la teoría de la argumentación no es pura lógica aplicada. A esta teoría no sólo le interesa el modo en que están construidos nuestros argumentos, sino también el impacto que pueden tener sobre un auditorio. Y este es un aspecto al que los lógicos no atienden. Como dice un viejo manual de introducción a la disciplina, “la lógica no se ocupa de la fuerza persuasiva de los argumentos. Argumentos lógicamente incorrectos convencen a veces, en tanto que otros lógicamente impecables a menudo no lo logran. La lógica se ocupa de la relación objetiva entre la demostración y la conclusión. Un argumento puede ser lógicamente correcto aun si nadie lo reconoce como tal, o puede ser incorrecto aunque todo el mundo lo acepte” (WESLEY 1965: 4-5). La disciplina que se ocupa de la fuerza persuasiva de los argumentos es la retórica. Desde que fue creada por los griegos hace miles de años, la retórica se encarga de analizar el impacto que los argumentos tienen o pueden tener sobre un auditorio. Este estudio vale tanto para los argumentos bien construidos como para aquellos mal construidos desde el punto de vista lógico. La teoría de la argumentación se nutre entonces de dos disciplinas tan antiguas como la filosofía misma. Se interesa en la construcción de buenos razonamientos y en la identificación de los defectuosos, pero también analiza las diferentes formas en que nuestras palabras pueden impactar sobre quienes nos escuchan. Y coloca todos estos aportes al servicio de un doble objetivo: ponernos en condiciones de construir mejores argumentaciones y ayudarnos a evaluar mejor las argumentaciones de los demás. Tras un largo período de opacamiento durante el cual la lógica se volvió una disciplina para especialistas y la retórica se hundió en el descrédito, la teoría de la argumentación recuperó todo su vigor en la segunda mitad del siglo XX. Esto se debe al menos a dos razones. La primera es la crisis de las ilusiones respecto de la posibilidad de convertir en ciencia todas las formas de conocimiento que nos parecen relevantes. Hoy sabemos que ese programa positivista no es viable. Buena parte de nuestras convicciones y de las razones que utilizamos para fundar nuestras decisiones se ubican en el terreno de lo opinable. Pero este no es un motivo para renunciar a toda forma de justificación, sino un estímulo para buscar recursos que, sin alcanzar el grado de rigor que podemos exigirle al método científico, nos permitan llegar a conclusiones compartidas.1 La segunda razón tiene que ver con la consolidación, al menos en las sociedades occidentales, de la democracia como forma de vida. Una vez superada la tentación totalitaria que ensombreció buena parte del siglo XX, una vez dejadas atrás las utopías que pretendían construir nuevos modelos de organización social mediante la destrucción de la convivencia política, la democracia vuelve a ser valorada como la forma de coexistencia que, a pesar de todos sus límites e imperfecciones, nos proporciona las condiciones más adecuadas para buscar colectivamente la justicia en un contexto de respeto por la diversidad. Ahora bien, argumentar es una de las actividades más típicas de lo que solemos denominar una sociedad democrática. Se argumenta en la política para justificar el apoyo o el rechazo a diferentes medidas de gobierno. Se argumenta en los negocios para explicar por qué un precio nos parece demasiado alto o por qué pensamos que un servicio es de mala calidad. Se argumenta entre empleados y patrones cuando se discute un acuerdo salarial. Se argumenta entre vecinos cuando la asamblea de propietarios considera pintar la fachada de un edificio. Y también se argumenta cuando se hace publicidad, o al menos cuando se opta por algunas de las maneras en las que esta actividad puede realizarse. Esta presencia casi universal de la argumentación es una característica de nuestra forma de vida, pero no necesariamente se encuentra en todas partes. En una sociedad donde se aplica la ley del más fuerte no hay necesidad de argumentar, o al menos todo se reduce a un único y repetido argumento que consiste en decir: “Esto se hace así porque yo lo digo, y yo estoy en condiciones de imponer mi voluntad”. Aun dentro de las sociedades democráticas hay ámbitos en los que no se argumenta. Por ejemplo, en las fuerzas armadas sólo se lo hace entre pares: hacia arriba y hacia abajo se reciben o se dan órdenes. Lo mismo ocurre en ciertas organizaciones religiosas. Pero, salvo que decidamos hacernos militares o tomemos alguna decisión comparable, el hecho de vivir en una sociedad democrática nos asegura que permanentemente nos veremos envueltos en argumentaciones. No tenemos a nuestro alcance la opción de mantenernos fuera de ellas. Lo único que podemos decidir es si vamos a intentar o no convertirnos en buenos argumentadores. Esta es una razón suficiente para que examinemos en qué consiste el arte de argumentar y cuáles son las mejores y las peores maneras de hacerlo.


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