39 DIVERSIDAD MULTICULTURALISMOS E IDENTIDADES PERSPECTIVAS DE GÉNERO MARY

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Diversidad, Multiculturalismo e identidades: Perspectivas de género

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Diversidad, multiculturalismos e identidades: perspectivas de género.


Mary Nash, Universidad de Barcelona


(Publicado en: Nash, Mary. Marre, Diana (Eds.) Multiculturalismos y género: perspectivas interdisciplinarias Barcelona. Edicions Bellaterra, 2001)


La comunidad científica internacional ha deparado una creciente atención a las categorías analíticas de diversidad, multiculturalismo y a la construcción de identidades en las últimas décadas. Hoy en día, a umbrales del siglo XXI, muchos de estos conceptos son de uso habitual y se han incorporado en el lenguaje popular para expresar los hechos diferenciales de signo cultural y describir las condiciones de vida y las experiencias colectivas de numerosos grupos y comunidades en el mundo actual de la globalización. La explosión multicultural, impulsada inicialmente por los discursos culturales y políticos de relaciones de raza (race relations) en Gran Bretaña desde los años sesenta, junto con las políticas multiculturales de Canadá y Australia de los años setenta, fue fortalecida por los aportes realizados en los Estados Unidos, particularmente desde el campo educativo en los años ochenta, habiendo adquirido en los noventa una dimensión europea. El multiculturalismo en sus diferentes interpretaciones representa la respuesta de la sociedad occidental a políticas anteriores de signo asimilacionista. Frente a la evidencia del fracaso del “melting pot” basado en la asimilación cultural de inmigrantes y minorías étnicas de las pautas de la cultura hegemónica de la sociedad de acogida, el multiculturalismo contempla la existencia de la diversidad cultural en el seno de la sociedad. Pretende asimismo elaborar políticas de reconocimiento de sus diversas expresiones y establecer bases para la igualdad de oportunidades. En la actualidad, el multiculturalismo en clave plural ha alcanzado tal arraigo social que en 1997 el científico social Nathan Glazer, de la Universidad de Harvard, apeló a la frase “Todos somos socialistas ahora”, de Sir William Harcourt en 1889, pero reconvertida en la contundente afirmación: “Todos somos multiculturalistas ahora” que utilizó como título de su libro más reciente N. Glazer, (1998).

La nueva Europa se ha convertido en un escenario de expresiones plurales multiculturales donde complejas realidades culturales se insertan y se entrecruzan en una diversidad de tradiciones políticas, sociales, religiosas y de género. Herencia en parte de una sociedad postcolonial y, a la vez, de las oleadas migratorias, emigratorias e inmigratorias del último siglo, la problemática de la diversidad cultural y del multiculturalismo constituye uno de los grandes temas de debate abierto en la sociedad actual. El antropólogo Gerd Baumann señalaba en un reciente estudio el reto que hoy tienen que resolver los estudiosos y la propia sociedad europea, a saber, el enigma del multiculturalismo G. Baumann, (1999). Pero si bien parece que se pueda alegar un creciente interés de políticos, científicos sociales, agentes sociales y los/las ciudadanos de a pie por el multiculturalismo, también es cierto que se sigue produciendo y reproduciendo una visión sesgada e incompleta del mismo ya que aún no se ha incorporado a su análisis, de forma sistemática, una perspectiva de género ni tampoco se suele incluir la mirada y las vivencias de las mujeres en tanto uno de los elementos específicos que marcan la experiencia plural de la multiculturalidad. El análisis de género y la inclusión de las mujeres como agentes centrales de las experiencias de la multiculturalidad constituyen una dimensión ausente o periférica en el debate en torno al multiculturalismo. Su integración efectiva representa un reto significativo para el desarrollo de un modelo democrático multicultural.


La invisibilidad de las mujeres y la falta de reconocimiento de la necesidad de integrar una perspectiva de género han marcado nuestra visión del multiculturalismo, reproduciendo esquemas de subalternidad, falta de subjetividad femenina y visiones culturales estereotipadas de diversidad cultural en clave femenina. Si bien algunos autores como Kincheloe y Steinberg entienden que los estudios de las mujeres representan una parte fundamental del enfoque multicultural, J. Kincheloe y S.R. Steinberg, (1999), aún estamos lejos de su inclusión sistemática en estudios y, más aún, en políticas. Además, tampoco se ha conseguido establecer una visión del multiculturalismo que contemple al género como perspectiva integrante y transversal de análisis. Este ensayo pretende aportar algunos elementos de reflexión sobre el multiculturalismo desde esa perspectiva, es decir, en clave de la diversidad de género, en la certeza de que la misma facilitará su mejor entendimiento.


El género como categoría analítica transversal


Numerosos estudios han señalado el impacto del sistema de género en la articulación de la modernización en la sociedad contemporánea. El concepto de género se refiere a la organización social de la diferencia sexual y de la reproducción biológica. El sistema de género representa un complejo conjunto de relaciones y procesos socioculturales que son, a su vez, históricos en la articulación de su perfil característico. Se trata de una construcción social realizada a través de representaciones culturales de la diferencia sexual, a la que se concibe como producto social y no de la naturaleza. El género se define en función de las características normativas que masculino y femenino tienen en la sociedad y en la creación de una identidad subjetiva y de las relaciones de poder existentes entre hombres y mujeres. Al entender la construcción del género como proceso sociocultural, como historiadora encuentro insostenible esa visión esencialista de signo biosocial como clave analítica de la situación de las mujeres. Mi lectura de género parte de una creación social y no biológica de las ideas y los valores normativos que enuncian los roles respectivos de mujeres y hombres en la sociedad. En palabras de Joan Scott, el género representa "la articulación (metafórica e institucional) en contextos específicos de las concepciones sociales de la diferencia sexual", J. Scott, (1989: 84.).


Es innegable que el género parte de la noción de una diferencia sexual derivada de una biología diferenciada, pero se centra especialmente en la construcción social de esta diferencia. Es por ello que creo que las normativas que codifican el ámbito de actividad y el rol social de la mujer se sitúan en las estructuras sociales y en las normas culturales y , por lo tanto, pueden ser modificadas en función del desarrollo socioeconómico-político de una sociedad. Los sistemas de valores, creencias, costumbres y tradiciones son los elementos constitutivos de las pautas de conducta apropiada de género. De tal modo considero que la organización de la diferencia sexual obedece a complejos factores sociales, culturales, históricos, económicos y políticos que en absoluto pueden reducirse a una visión determinista de signo biologista de la diferencia de género. Tampoco puede contemplarse como elemento sectorial aislado de dinámicas socioculturales propias de una sociedad determinada. Representa, al contrario, una construcción social y cultural que se forma a partir de un complejo entramado de roles, expectativas, marcos sociales, formas de sociabilidad y procesos de socialización. Al definir a las relaciones de género como un proceso histórico de signo relacional que, a la vez, se insertan en un complejo juego de relaciones sociales de poder, queda clara la propuesta de este texto de entender lo multicultural desde una perspectiva transversal de género inscrita en un universo de diversidades y de relaciones de poder características del mundo contemporáneo y con evidentes posibilidades de modificación a partir de la mirada que se asuma.


En un marco analítico centrado en la diversidad, la diferencia de género se inscribe también en los discursos de alteridad, de definición del otro/a, en la formación de subjetividades individuales y colectivas o en su expresión como identidades. Este abordaje metodológico implica una mirada decisiva a las fronteras de las diversidades. Se interesa por las definiciones abiertas donde se constituyen, se desmarcan o desaparecen las diferencias así como también por descifrar los discursos, representaciones culturales y prácticas sociales que delinean la visión del otro/a y su reconstitución a través del reflejo de esta mirada. Desde la perspectiva de las políticas de reconocimiento que Taylor aplicó, en su obra clásica, a la diversidad cultural, C. Taylor, (1994) cabe plantear su vigencia de las políticas de reconocimiento en las complicidades socioculturales de definición o reconocimiento del otro/a en términos de género, etnicidad y diversidad cultural.


Diversidad cultural, experiencia histórica y el reconocimiento de los sujetos históricos


Desde la perspectiva de la experiencia individual y colectiva de mujeres y hombres de diversos grupos de diferentes países, su proyecto de vida se ha configurado a partir de vivencias culturales de diversidad, hibridez y multiculturalismo. La experiencia denominada hoy como multiculturalismo tiene una amplia dimensión histórica a pesar de que no se había conceptualizado hasta hace sólo unas décadas en esos términos de análisis por las ciencias sociales. Sin ir más lejos, en los Estados Unidos, que llegó más tarde a los planteamientos multiculturales que la vecina Canadá L. Foster, P. Herzog, (1994), hasta mediados de los años ochenta se utilizaban los términos pluralismo cultural o educación intercultural para describir la respuesta de la sociedad estadounidense a la diversidad cultural GLAZER (1997: 8). Asimismo, la limitación de la aplicación de ciertas categorías de análisis de la diversidad no sólo se advierte en términos espaciales sino también temporales puesto que considero que esas categorías analíticas no pueden limitarse sólo al periodo más actual de la globalización, ya que precisamente desde el siglo XIX la nueva sociedad moderna industrial se asentó, entre otros factores, sobre la base de grandes migraciones, desplazamientos culturales y en comunidades basadas en identidades de diáspora y en el intercambio cultural desde la diversidad, Nash, (en prensa).


En términos demográficos y culturales, países como los Estados Unidos V. Yans-McLaughlin, (1990) o Argentina, D. Marre, (1999), H. Gaggiotti, (1994), en tanto que territorios receptores de inmensos flujos migratorios con influencia en el asentamiento de su población y en la construcción de sus identidades nacionales, han vivido desde el siglo XIX el desarrollo de culturas transnacionales multiculturales. También lo han hecho países como Irlanda e Italia desde la experiencia inversa en tanto que sociedades exportadores de grandes contingentes de emigrantes. Como consecuencia, al menos en el caso de Irlanda, la sociedad se ha sostenido en una identidad de diáspora inherente a su identidad nacional, como destacó hace unos años la Presidenta Mary Robinson B. Gray, (2000). Así, el intercambio cultural desde la hibridez, la subjetividad cultural diaspórica o la diversidad cultural, ha caracterizado hace más de un siglo la trayectoria cultural de diversos estados nación, trayectoria que, a su vez, también tiene una lectura de género, R. Cohen (1997).


Las meta narrativas tradicionales de la modernidad y del progreso construídas desde el siglo XIX operaron en gran medida a partir de procesos identitarios formulados en términos de género y de raza. La construcción cultural de la diferencia humana desde ambas claves se convirtió en uno de los elementos constitutivos de la modernidad y de la identificación de actores con incapacidad de transformación histórica y, por tanto, no asimilables a las pautas de subjetividad histórica.

El discurso en torno a la raza como principio explicativo de un orden socio-político jerarquizado se convirtió en un imaginario colectivo popular de amplia resonancia y en un valor clave de la cultura occidental a partir del siglo XIX y, como tal, en mecanismo de legitimación de un orden político de signo colonial e imperialista. La representación cultural de la diferencia en términos de categorías raciales quedó claro en el discurso colonial que caracterizó al “otro” - los pueblos colonizados - en grupos étnicos de una naturaleza supuestamente inferior. Frente a ellos, el hombre blanco categorizado como de raza superior, debía, en palabras del poeta Kipling, asumir la carga del hombre blanco, ("the white man's burden") de "civilizar" a esos pueblos colonizados. El discurso de raza, entonces, sirvió para asentar la mentalidad colonial y para justificar la expansión imperial de los países occidentales en el ámbito mundial J.A. Mangan, (1990); V. Ware, (1992).

En la construcción de la modernidad, el desarrollo del discurso de raza y de género respondió a lógicas semejantes. Se basó en la representación cultural de la diferencia y en la cristalización del “otro” a partir del establecimiento de una diferencia absoluta de supuesta base biológica a la que se adjudicó el carácter de rasgo natural. La naturalización de la diferencia y el esencialismo biológico implícito en su representación cultural son factores decisivos en la construcción social de la noción de raza y del discurso de género del imaginario colectivo. La "biologización del pensamiento social", en términos de Wieviorka, M. Wieviorka, (1992), convirtió al discurso de raza y a sus representaciones culturales en mito justificativo de valores culturales discriminatorios. De la misma manera, el esencialismo biológico funcionó en el discurso de género como dispositivo simbólico en que asentar un régimen de representaciones culturales funcional para establecer una jerarquización de la supuesta diferencia natural entre hombres y mujeres. Ambas representaciones culturales presentaron -y presentan- a la diferencia de raza y de sexo en términos de una diferencia natural irreductible que permite, a su vez, una oposición de inferior a superior también de base natural. De esta manera han actuado también como configuradores de prácticas sociales que niegan la categoría de sujetos históricos a determinados colectivos identificados como el “otro”, es decir, no blancos o mujeres, aquellos que se ubican fuera de la norma con que se define al hombre blanco occidental como único sujeto histórico universal.


La representación del “Hombre Blanco Europeo” como norma y sujeto universal del pensamiento político y social occidental se constituyó, en gran medida, en referente definitorio de los “otros”. El discurso de la alteridad elaborado por el Conde de Gobineau en su obra Ensayo sobre la desigualdad de las razas humanas (1853) identificó a las “razas” no blancas y a las mujeres como los “otros” inferiores, estableciendo, tempranamente uno de los elementos claves de la configuración de las pautas culturales de la nueva Europa moderna industrial, es decir, la nueva Europa: la premisa de la desigualdad y su correspondiente jerarquización de los seres humanos. Además, el hecho de centrarse en la figura del “Hombre Europeo”, contribuyó a construir a los demás "otros" en términos de una relación jerarquizada respecto de cada grupo. Como ha señalado Amina Mama, este posicionamiento diferencial jerarquizado dejó como consecuencia la tendencia de privilegiar el hecho diferencial en torno a un único eje sea de género, etnicidad o diversidad cultural, A. Mama (1995). La percepción binaria de la construcción de la alteridad oculta, sin duda, la complejidad de las relaciones de poder y el reconocimiento del complejo entramado de género, raza y clase que juega en el reconocimiento de los sujetos históricos y, también, de la diversidad cultural en clave de igualdad. Asimismo, ha dificultado el desarrollo de un enfoque analítico transversal en el estudio de esa misma diversidad.


Rescribir la historia desde la categoría analítica de la racialización de las diferencias étnicas, F. Anthias, N. Yuval-Davis (1992), y desde el eje interpretativo de la naturalización de las categorías sociales, constituye, a mi modo de ver, una dimensión crucial para repensar paradigmas estándares y marcos analíticos de la subjetividad histórica y de interpretación actual de la diversidad cultural. En este sentido, se puede sugerir que la continua utilización del pensamiento biosocial y el recurso a la naturalización de las categorías sociales siguen operando como mecanismo de negación de la completa subjetividad histórica a colectivos como mujeres, minorías étnicas o inmigrantes y de devaluación de su capacidad de ejercicio ciudadano, P. Chattterjee, (1996); E. Said, (1996).



En el siglo XIX, época de nacionalismos y de expansión colonial e imperialista, el desarrollo del estudio científico sobre la diferencia humana y la diferenciación hereditaria fomentó un amplio debate europeo acerca de la desigualdad racial en el que la idea de raza se incluyó tanto en los debates políticos como en los estudios académicos. Las ciencias médicas y la antropología ofrecieron una amplia fundamentación científica a las argumentaciones ideológicas sobre la noción de raza que enmascaraba un racismo claro. De hecho, tanto en el siglo XIX como en el siglo XX la cobertura científica del discurso de raza fue significativa y, con ella, la autoridad moderna legitimadora que el mundo científico concedió a posturas fundamentalmente ideológicas que justificaban la desigualdad.


De igual modo, médicos y científicos se afanaron en establecer definiciones científicas de la feminidad y de la identidad de género que legitimaban la desigualdad entre hombres y mujeres. De la misma manera que el discurso de raza propuso trasladar diferencias étnicas a categorías culturales jerarquizadas de inferioridad /superioridad, el discurso de género de diferencia sexual se articuló también a partir de la traslación de la diferencia de sexo al plano cultural ideológico y de la justificación de un orden jerárquico de género basado en la subordinación de la mujer. De hecho, la comprensión del proceso según el cual las diferencias biológicas de las personas se trasladan a categorías sociales y culturales de diferenciación racial o sexual representa, a mi modo de ver, un enfoque decisivo para la comprensión de las dificultades que se hallan en el proceso de reconocimiento de nuevos sujetos históricos como las mujeres, minorías étnicas o inmigrantes y, junto a ello, en la consolidación de una sociedad multicultural. El pensamiento biosocial que define a las mujeres en función de su biología y de la reproducción, actúa como mecanismo de control social que convierte en natural la exclusión de las mujeres de la subjetividad histórica, del mismo modo que las diferencias culturales racializadas pueden determinar la subalternidad histórica de colectivos y pueblos que no encajan en la norma supuestamente universal de blanco occidental como sujeto histórico y político. Estas pautas culturales inherentes a la cultura occidental han operado y siguen operando para mantener los mecanismos socioculturales de inclusión/exclusión y de desigualdades sociales y de género en la sociedad multicultural actual.


Modernidad, diversidades y la construcción de identidades


En términos socio-culturales puede señalarse, que la nueva sociedad industrial moderna occidental tiene a la diversidad cultural como algo inherente a su propia configuración. En el siglo XIX, de la mano del industrialismo, la vida occidental experimentó profundas transformaciones a través de la integración de nuevos sectores procedentes del mundo rural en sucesivos flujos inmigratorios y, a finales de siglo, de masivos desplazamientos intercontinentales de población. En el caso de las nuevas ciudades industriales, sus nuevos habitantes, con un "background" cultural y lingüístico diverso, trasladaron a la ciudad formas culturales diversas que abrieron procesos de asentamiento caracterizados por una expresión identitaria de pluralidad y diversidad. Incluidos en una perspectiva identitaria de clase social, esos movimientos migratorios, a diferencia de los actuales, no fueron contemplados de forma decisiva desde la categoría de la diversidad cultural.


La desestabilización de las pautas tradicionales de comportamiento colectivo basado en valores culturales y códigos de comportamiento más relacionados con el parentesco y las formas de sociabilidad rurales, dejó paso a la lenta incorporación de nuevos valores y formas de sociabilidad relacionados con las dinámicas laborales, sociales y de género inherentes al mundo urbano contemporáneo. La sociedad industrial del siglo XIX y gran parte del siglo XX quedó marcada por la adquisición de nuevos hábitos políticos, sociales y culturales. Las condiciones de vida, la cultura del trabajo y la consolidación de un proceso identitario en torno al perfil de la clase trabajadora, generaron formas de sociabilidad y estrategias de resistencia típicas de la nueva cultura obrera, J. Rule, (1990). Generadas en espacios sociales tan diversos como los talleres y las fábricas, los cafés, los centros culturales, los sindicatos, las calles, plazas y barrios obreros, los lavaderos, los mercados o los lugares de ocio, las nuevas y plurales formas de sociabilidad actuaron como marco de referencia capaz de crear señas de identidad entre grupos sociales diversos, de procedencia territorial y cultural diferente M. Agullon (1992), C. Serrano (1996). Creados como lugares de encuentro desde la diversidad, los espacios sociales urbanos funcionaron, en los términos en que Homi Bhabha caracterizó al postcolonialismo, como espacios de contacto intercultural, H. Bhabha, (1994). Estos espacios sociales fueron el escenario colectivo de encuentro, de contestación y acomodo, de dominio o subalternidad, de contacto o conflicto de culturas diferentes, Pratt (1991). Como espacios urbanos, facilitaron la creación de nuevas pautas de interacción, de diálogo o de conflicto de los grupos inmigrados y también de la sociedad receptora y de los/las trabajadores con su nuevo entorno social urbano. Los espacios urbanos actuaron como ámbitos de circulación y de intercambio que permitieron establecer pautas de actuación colectiva desde la diversidad cultural y la identidad colectiva obrera. Así, podían actuar como ejes de expresión de la oposición obrera, del movimiento de las mujeres y de otros movimientos sociales desde sus diversas expresiones culturales, pero también como ámbitos de adecuación cultural o política desde las diversidades culturales, de género o de clase, J. Paniagua, J.A. Piqueras, V. Sanz, (1999).


Globalización y multiculturalismo: el fin de la homogeneización cultural


La tensión entre las meta narrativas tradicionales de la modernidad y del progreso, y las visiones postmodernas de las dinámicas culturales y sociales que cuestionan las categorías universales, ha abierto un campo creativo de reflexión, de debate teórico y político que tiene como punto de referencia obligada el significado del multiculturalismo y de las políticas de identidad en la sociedad global actual de la diversidad.


Varios son los temas que configuran esta complejidad cultural y económica global. Frente a la mirada englobante de pretensiones universalistas, el contexto local y las políticas de identidad proponen una alternativa en el reconocimiento de la diversidad y de las diferencias culturales, étnicas, religiosas o de género. Frente a un pensamiento único que se nutrió de una noción universal de la condición humana que ignoró las diferencias y la diversidad de la experiencia colectiva de las personas en el ámbito mundial, el desarrollo de las corrientes del pensamiento postcolonial, de los estudios de las mujeres y de los estudios culturales han obligado a un replanteamiento de una categoría universal de hombre o mujer, común a toda la humanidad.


La descolonización y los procesos culturales emergentes en su seno cuestionaron desde hace décadas la primacía del modelo hegemónico occidental del hombre blanco europeo como el sujeto único del pensamiento político universal. Al cuestionar la autoridad del pensamiento masculino occidental, los movimientos sociales de derechos civiles, de poder negro, del feminismo, de los movimientos de descolonización y de otras fuerzas sociales más recientes, desarrollados desde el multiculturalismo, han puesto de relieve la complejidad de las relaciones jerárquicas de poder que pueden sostenerse en supuestos plurales de las diferencias, de signo étnico, de raza, o de género o de religión. El pensamiento postcolonial y los estudios culturales han dejado claro que las nociones universales deben repensarse. Además, el reto del nuevo siglo XXI sigue siendo el de definir los derechos humanos en términos capaces de sostener el principio de la igualdad a partir del reconocimiento de la diversidad. Desde esta perspectiva, se ha abierto una reflexión sobre la categoría misma de "derechos humanos universales" en el mundo globalizado de hoy y la implicación del concepto de ciudadanía en sociedades donde operan mecanismos de exclusión de sectores crecientes de minorías que no gozan de los derechos de ciudadanía, B. Sousa Santos (1997).


En este contexto, es obligatorio repensar la noción de identidad fija. Queda pendiente el establecimiento de los múltiples significados que las identidades pueden alcanzar en contextos distintos y en diversas relaciones. De hecho, desde los estudios culturales se ha ido planteando la construcción socio-cultural de las identidades que se fundamentan en términos de etnicidad, religión, o de género, como categorías que traspasan el tiempo, los lugares, y los contextos. El proceso de constitución de identidades culturales no es el mismo en el contexto, espacio y estrategias de Norte/ Sur, centro/periferia, en sociedades con un pasado colonial, y ni siquiera en el contexto territorial de la Unión Europea. Tampoco es lo mismo en las sociedades asiáticas, africanas, latinoamericanas u occidentales, ni en el mundo urbano o rural o en el marco de culturas religiosas distintas. El hablar en plural de las personas con la constatación de sus diferencias, diferencias de género, de raza, de edad, de ubicación territorial Norte \ sur, de clase social o de formación cultural y educativa, evitan presupuestos universalistas sobre la globalidad de la experiencia humana. Al mismo tiempo, permite detectar las diferencias y agendas distintas que construyen diferentes colectivos sociales a partir de las experiencias vividas. Facilita la identificación en cada momento y contexto concreto de las iniciativas en común y la subjetividad colectiva de las experiencias generales.


En el contexto actual de globalización, el reconocimiento del multiculturalismo permite la definición del concepto cultura en términos de diversidad y de identificación de la variabilidad cultural, tanto en el ámbito local como en el ámbito global. La caída del muro de Berlín en 1989 y, con él, la desaparición del bloque comunista que había articulado la expresión de sus fronteras política y económicas con el mundo capitalista occidental, han generado, en la última década del siglo XX, una transformación significativa de los horizontes de la política. Este cambio de parámetros políticos ha suscitado diversas reflexiones en torno “al fin de la historia”, en palabras de Fukuyama, al desaparecer los escenarios de confrontación política que predominaban en la segunda mitad del siglo XX F. Fukuyama, (1992). Esta situación ha impulsado otras propuestas interpretativas para el desplazamiento de las fronteras de la conflictividad en el siglo XXI a ámbitos culturales definidos por lo religioso, según ha argumentado Samuel P. Huntington, en su visión del choque de civilizaciones del futuro S.P. Huntington, (1997). Desde su perspectiva, el panorama político internacional se caracterizará por la desaparición de la política y la reaparición de las religiones como ejes de los espacios de interacción socio-cultural y de conflictividad del nuevo siglo. En esta línea interpretativa, en el contexto de la Europa actual, Tore Bjorgo ha sostenido recientemente que la diferencia expresada desde la identidad religiosa representa un poderoso artífice para identificar en términos de alteridad a colectivos de inmigrantes en Europa por su identidad como musulmanes, T. Bjorgo, (1997). Desde su perspectiva, entre las elites occidentales, el Islam ha sustituido al comunismo como la amenaza principal a la civilización occidental. Los estudiosos culturales han argumentado, además, que los espacios de conflictividad se ubican hoy en día en las fronteras de las diferencias culturales en tanto que ámbitos de negociación social y política que sustituyen a las confrontaciones en clave política predominantes de la época de la post guerra mundial.

A nivel económico, los procesos de globalización a inicios del nuevo siglo XXI han generado una serie de cambios decisivos a dimensión planetaria con la consolidación de dinámicas mundiales de intercambio de imágenes, mercancías, personas e ideas, A. Gordon, C. Newfield, (1996). La economía de mercado globalizado del capitalismo tardío y el ciberespacio marcan los parámetros del mundo actual, del mismo modo que la expansión colonial europea y la penetración del capitalismo desafiaron las fronteras geográficas y culturales del mundo no occidental a finales del siglo XIX. La reestructuración de la economía mundial junto con el impacto de los medios de comunicación y la generalización del ciberespacio han generado tendencias globales de signo complementarias pero también contradictorias.


De entrada, la dinámica de la mundialización ha conllevado procesos de universalización y de homogeneización cultural. La globalización de las industrias culturales en el ámbito mundial ha fomentado la homogeneización del consumo de cultura que traspasa las fronteras de los estados nacionales, cuya identidad y ámbito de actuación está en permanente proceso de redefinición, en espacios territoriales donde las fronteras geográficas nacionales se difuminan por la apertura de mercados cada vez más globales en ámbitos tan distantes como la Unión Europea, la NAFTA o el Mercosur. Artefactos culturales como la música, el cine, la publicidad, los videoclips, o las series televisivas configuran los referentes audiovisuales de las nuevas generaciones que consumen, en gran medida, productos culturales que traspasan sus fronteras nacionales.


Refiriéndose al contexto de los nacionalismos emergentes del siglo XIX, el clásico estudio de Benedict Anderson propuso el concepto de “comunidad imaginaria” como fórmula que permite desarrollar la experiencia de pertenencia a un grupo determinado que, paralelamente genera mecanismos de exclusión de la comunidad creada, B. Anderson, (1993). También destaca la importancia de los artefactos culturales como la emergencia de la prensa en la consolidación identitaria de los nacionalismos. Inclusión y exclusión constituyen elementos claves en las políticas de identidad en la actualidad y, ello se efectúa a menudo a partir de la definición del otro y de dinámicas de identidad. En este sentido, el consumo de productos culturales y la mirada del otro son fundamentales en la creación de mecanismos de integración o de exclusión que faciliten la pertenencia a una comunidad, a una aldea global. La globalización de la coca cola, de la música, de los programas televisivos y de otros artefactos culturales fomentan el espejismo de la construcción artificial de una “comunidad imaginaria” en el ámbito global, de referentes culturales aparentemente universales en el marco de un proyecto económico único en un mundo globalizado de desiguales recursos económicos y culturales. Del mismo modo que el capitalismo, en términos de Anderson, permitió desde el siglo XIX vincular la idea de civilización universal con la de nación, el capitalismo tardío del ciberespacio, orienta el proceso de construcción de un ideario cultural universal en el ámbito del planeta, B. Anderson (1993).


La contrapartida de esta dinámica de homogeneización en las últimas décadas, es, de forma paradójica, la aparición de una tendencia a la fragmentación que se manifiesta a través del resurgimiento de la diversidad. Frente a los proyectos culturales homogeneizadores, la afirmación de la diferencia o, mejor dicho, de las diferencias, se expresa en términos plurales a partir de diversas instancias, de diversidad religiosa, política, estética, étnica o de género. Desde esta perspectiva, las diversidades culturales se manifiestan como expresión dinámica de significados que se construyen de forma diversa en contextos específicos. En este contexto, las políticas de identidad son claves en el proceso de construcción de identidades colectivas que parten del reconocimiento de la diversidad. Según Melucci, A. Melucci (1994), los nuevos movimientos sociales surgidos a partir de la década de los años 1960, como el feminismo o los movimientos de derechos civiles junto con muchas políticas actuales, se sostienen a partir del paradigma de la diferencia y del desarrollo de políticas de identidad, elementos decisivos también en el impulso de políticas de igualdad de oportunidades o de acción afirmativa para minorías y mujeres en Canadá, los Estados Unidos y en la Unión Europea durante más de una década. El marco de referencia de la diversidad, sostenida a partir de la construcción de identidades colectivas diferentes, plurales y a veces contestadas, se ha convertido hoy en uno de los ejes de las dinámicas socio-políticas del mundo actual. Frente a la globalización sin fronteras territoriales R. Ilson, W. Dissanayake (1996); J. Borja, M. Castells, (1998), espacios sociales como las ciudades representan fronteras delimitadas aunque abiertas, que albergan a la comunidad local y los procesos identitarios de inclusión /exclusión. Frente a la identidad de clase y la cultura del trabajo de épocas anteriores, las nuevas prácticas culturales colectivas actuales se sostienen en parámetros más cercanos a las identidades culturales colectivas.


En la actualidad, las ciudades postindustriales, postmodernas, se caracterizan, o al menos deberían hacerlo, por el reconocimiento de la pluralidad, de la diversidad cultural y de las identidades múltiples. En el marco urbano actual, a menudo ejemplificado como “crisol de culturas”, la identidad de clase social y de cultura de trabajo han dado paso a la priorización del peso identitario de la diversidad cultural. La precarización del trabajo remunerado junto a la paulatina desaparición de una cultura de trabajo desplazada por una cultura más atomizada del consumo, ha significado la emergencia de señas de identidad, tanto sociales como individuales, que ya no se configuran sólo a partir de representaciones culturales construidas evocando a referentes más tradicionales como las clases sociales o el trabajo. En un contexto en el cual el paro prolongado y la movilidad laboral se han convertido en elementos habituales de la experiencia laboral de los varones, la fábrica o las reuniones sindicales ya no configuran el universo de sociabilidad masculina, ni tampoco sólo en el mercado o la plaza se encuentran las mujeres que se hallan cada vez más integradas en el mercado laboral. La pluralidad identitaria y organizativa de la ciudad postindustrial refleja la complejidad del mundo urbano actual imposible reducir a categorías analíticas tradicionales de signo exclusivamente social.


La globalización del multicultulturalismo ha llevado a autores como Yunas Samad a proponer que la conexión global-local representa el contexto en el cual se produce una redefinición del multiculturalismo en términos locales, Y. Samad (1997). Argumenta que no existe un paradigma único del multiculturalismo sino que se debe reinterpretar a escala local para dilucidar sus características y variaciones. En este contexto local, el reto no se reduce sólo a lograr el reconocimiento cultural, objetivo expresado en la clásica obra de Taylor, C. Taylor (1994), sino a establecer los términos políticos que sirven para facilitar o reducir el acceso a todas las oportunidades de vida, J. Rex, (1987). Así, el multiculturalismo se expresa también en términos sociales y de igualdad de oportunidades.


Diversidad cultural y debates multiculturales.

La explosión multicultural ha llevado a una cierta simplificación del fenómeno y conceptos vinculados con el multiculturalismo, a la vez que ha ignorado a menudo, un entendimiento del multiculturalismo como proceso de dinámicas sociales y culturales con un fuerte arraigo histórico y con dimensión de género. El debate actual sobre el multiculturalismo es amplio y complejo. Hay una multiplicidad de enfoques y perspectivas en su teorización que ha llevado a una pluralidad de perspectivas que contribuyen a la comprensión de las formulaciones teóricas sobre cuestiones de raza, etnicidad, género, clase y sexualidad. De hecho, las perspectivas divergentes reflejan la voluntad de contemplar la diversidad y, por tanto, el rechazo de una visión homogeneizadora y totalizadora del multiculturalismo.


En este sentido, las visiones postmodernas de las dinámicas culturales y sociales que cuestionan las categorías universales homogeneizantes han abierto un campo de reflexión y de debate político que tiene como punto de referencia obligado el significado del multiculturalismo y de las políticas de identidad de la sociedad global actual de la diversidad. Desde esta perspectiva, cabe plantear que la idea de homogeneización cultural pertenece al pasado, a tiempos de una sociedad industrial de hegemonía cultural y religiosa de Occidente. Un debate en el que también es central la crítica a la construcción de lo cultural como algo homogéneo con claras fronteras y el cuestionamiento de la noción de identidad como fija y estable, supuestamente anclada en contextos culturales específicos. Como ha señalado Avtar Brah las diferencias, el pluralismo y la hibridad son algunos de los términos más debatidos de nuestra época, Brah, (1996: 95), un debate que muestra la fluidez y dinamismo de las construcciones culturales e identitarias.


Frente a la visión rígida ahistórica de un mosaico inconexo de culturas, entre las múltiples propuestas de definición del multiculturalismo, me interesa señalar aquellas que tienen en cuenta una visión dinámica, relacional y compleja del mismo. Según algunos autores, el multiculturalismo es el resultado político de las luchas y negociaciones colectivas en relación con las diferencias culturales, étnicas y raciales, Modood, Werbner, (1997) y también de género, Fraser (1997). Desde esta perspectiva, se trata de un proceso dinámico, plural que en absoluto puede reducirse a interpretaciones únicas o visiones homogéneas. Si bien en lengua castellana, se suele referir en singular al multiculturalismo, las múltiples dimensiones y definiciones del mismo quedan mejor reflejadas desde el plural: multiculturalismos. En este sentido la propuesta de Tariq Modood y Pnina Werbner de interpretar el multiculturalismo en el marco de la Nueva Europa como un fenómeno múltiple, fluido y de continua contestación, abre la posibilidad interpretativa de entenderlo como proceso relacional, dinámico y contextualizado. Se trata de una visión compleja del multiculturalismo en tanto que “negociación y trascendencia de la diferencia y de la alteridad en escalas diferentes, desde lo comunal y local al nacional y supranacional”, Modood, Werbner (1997:7). Los diversos niveles de relación y de renegociación del multiculturalismo permiten una contextualización específica y un análisis dinámico de los procesos de articulación de las relaciones multiculturales, es decir, aquellos particularmente adecuados a una visión del multiculturalismo como proceso social y cultural de dimensiones históricas.

Para otros autores, el multiculturalismo se puede definir como un reto al eurocentrismo que pretende forzar a la heterogeneidad cultural europea a adoptar una expresión de cultura única, paradigmática de una visión de Europa como centro de gravedad y “realidad ontológica al resto de las sombras del mundo”, Shohat, Stam, (1994: 2). Al cuestionar una visión del mundo desde el punto de vista privilegiado de Europa y expresión de logros como la ciencia, el humanismo o el progreso, esta propuesta multicultural pretende cuestionar una visión negativa del "otro", de la cultura no occidental en términos de sus deficiencias, reales o imaginadas, para crear una perspectiva crítica, abierta y policéntrica del multiculturalismo como expresión plural de otros universos y propuestas culturales.


El multiculturalismo crítico implica una visión integradora que pretende entender los mecanismos de opresión y discriminación, o de libertad y reconocimiento en múltiples sitios y dimensiones. Para Kincheloe y Steinberg la pedagogía de un multiculturalismo crítico significa reflexionar en torno a los múltiples mecanismos de articulación de las opresiones raciales, de clase social, y de género que se producen y reproducen a través de la construcción de conocimientos, valores e identidades en una multitud de ámbitos sociales, Kincheloe y Steinberg (1999). Este planteamiento abre nuevos horizontes interpretativos para el multiculturalismo al entender sus manifestaciones no sólo en términos de etnicidad sino también de clase social y de género. Una visión que, además, atribuye la tarea de construcción de un multiculturalismo crítico al conjunto de la sociedad. Así, si bien sectores específicos como educadores o la administración pública desempeñan un rol decisivo en este terreno, cambiar la noción de multiculturalismo implica el protagonismo activo del conjunto de la sociedad. La pedagogía del multiculturalismo no se limita ni mucho menos, por tanto, al ámbito de la escuela, sino que implica a la sociedad en su conjunto, en una dinámica relacionada con la justicia social, el desarrollo de la ciudadanía, la democracia participativa y la eliminación del sexismo. A su vez, este enfoque integral abre perspectivas significativas para nuestra sociedad en el sentido de valorar la necesidad de crear puentes de actuación desde ámbitos distintos y colectivos sociales amplios.


Al plantear los procesos discriminatorios de forma más global, como algo inherente a [en] las estructuras sociales y culturales, la superación de las prácticas discriminatorias implica una apuesta integradora de todos los agentes sociales e individuales. El significado de la diferencia cultural se construye según las circunstancias políticas, sociales y culturales. Con impactos desiguales en función del marco de la cultura política y civil, historia y reconocimiento de diferencias existentes en cada sociedad, el triángulo del multiculturalismo, según Baumann, se constituiría a partir de los ejes de la nación estado, la religión y la etnicidad, Baumann (1999) con grandes contradicciones entre las opciones de derechos civiles, políticas identitarias y reconocimiento de las diversidades. Así, las demandas de acomodación política de las comunidades culturales de diversidad de género, étnica o cultural pueden generar políticas compensatorias de un trato desigual que, a su vez, puede entrar en conflicto con los principios igualitarios de trato igual para los ciudadanos. Asimismo, también queda claro que el reconocimiento de la diversidad y de los derechos políticos y culturales de minorías afecta a menudo a colectivos que no gozan de la categoría de ciudadanía. Frente a la lógica de un multiculturalismo enfocado desde la riqueza de la diversidad cultural, sus adversarios han evocado la crítica de la "cultura de la queja", en palabras de Robert Hughes, Hughes (1994) o de la "escuela del resentimiento", H. Bloom (1996) para denunciar el victimismo y las demandas de políticas compensatorias. No obstante, la larga historia de desigualdad y falta de reconocimiento cultural significa que las minorías culturales y las mujeres están en una situación de desigualdad frente al predominio homogeneizador del grupo cultural mayoritario.


Representaciones culturales y la construcción de la otredad.


Se ha puesto de relieve a menudo que las identidades étnicas y de colectivos de inmigrantes o de mujeres son fruto de una construcción cultural. En este sentido, el imaginario colectivo que se construye desde la subjetividad política y desde la mirada del otro implica a toda la sociedad en la construcción diaria de ese imaginario y en la creación de la diferencia. Las representaciones culturales de la otredad juegan un papel decisivo en la visualización y perfil de la diversidad cultural. La imagen del otro se consolida a partir de una representación mental, de un imaginario colectivo, mediante imágenes, ritos y múltiples dispositivos simbólicos, de manera que estos registros culturales no sólo enuncien, sino que, a la vez, reafirmen las diferencias, Nash (1995).


Frente a visiones específicas de la articulación identitaria, la cultura puede concebirse como un producto de creencias y de modelos conceptuales de la sociedad que moldea las prácticas cotidianas mientras la construcción de identidades colectivas se entiende como dinámica procesal y relacional en constante proceso de construcción, readaptación o negación, sostenida, además, en bases que pueden ser plurales y contestadas. Stuart Hall ha destacado el gran impacto del sistema de representaciones en la configuración de la sociedad actual. Según su punto de vista, las representaciones tienen que ver con lo cultural, pero, sobre todo, con el significado que dan a la cultura porque transmiten valores que son colectivos, compartidos, que construyen imágenes, nociones y mentalidades, respecto a otros colectivos, Hall (1997). Cabe recordar que las representaciones culturales constituyen un proceso dinámico de orden histórico. No se trata de elementos estáticos ni inmutables sino de sistemas de representación que se cambian y se reelaboran a nivel de imágenes, modelos, creencias y valores en cada contexto y tiempo. Así, las representaciones culturales e imágenes de la alteridad representa un elemento clave en la dinámica de configuración de la sociedad multicultural actual de la diversidad. Atribuyen significados compartidos a las cosas, los procesos y a las personas e influyen de forma singular en el desarrollo de prácticas sociales.


La pervivencia de imágenes y representaciones culturales negativas en los medios de comunicación, considera a los/las inmigrantes como un colectivo subalterno y desigual, presentan una imagen de atraso y de inferioridad de las sociedades de origen, refuerza mecanismos de prácticas sociales discriminatorias y, a la vez, construye la imagen de otras culturas en términos negativos que impiden el desarrollo del respeto a la diversidad cultural. El predominio de la subalternidad, atribuída a los colectivos de inmigrantes y la transmisión de una imagen de la sociedad de origen caracterizada por el atraso cultural, social, religioso o económico, es decisivo en la implantación de una visión negativa del otro/a. La consideración generalizada de la inmigración y de la otredad cultural en términos negativos ha alcanzado una dimensión europea, Wrench, Solomos (1993). Se trata de un mecanismo sumamente eficaz que dificulta el desarrollo de una sociedad multicultural basada en el respeto a las culturas minoritarias ya que fomenta una visión negativa de los colectivos de inmigrantes y de las minorías étnicas que se fundamenta en su relación con la delincuencia, situaciones de ilegalidad, de marginalidad o de inferioridad cultural. Por ejemplo, en el caso de España, a menudo las percepciones erróneas o estereotipadas, transmitidas por los medios de comunicación no reflejan la realidad ni la diversidad o riqueza de la experiencia de la mayoría de los inmigrantes.


Una mirada crítica a las políticas multiculturales implica el reconocimiento de la existencia de planteamientos multiculturales que a menudo se han caracterizado por una voluntad política de neutralizar conflictos sociales o de distraer la atención de las minorías de realidades sociales de injusticia a partir de un reconocimiento trivializado y mercantilizado de las diferencias culturales. En este sentido, la comercialización de la diversidad étnica, el etnoturismo o el folklorismo celebratorio en clave identitaria, han contribuido poco a la realización del concepto básico del multiculturalismo como proceso de creación de los fundamentos para el reconocimiento igualitario de la cultura del otro/a. Además, el análisis de políticas oficiales o estatales multiculturales en diferentes países ha puesto de relieve el posicionamiento de determinados grupos políticos y sociales frente a comunidades de inmigrantes y minorías étnicas establecidas en el país. Así, por ejemplo, en el Reino Unido de la post guerra mundial, las políticas asimilacionistas dieron paso a políticas de relaciones de raza, las llamadas race relations, impulsadas en 1966 por Roy Jenkins en búsqueda de una política de integración de las minorías étnicas basada en la igualdad de oportunidades y el reconocimiento de la diversidad cultural. No obstante, las minorías asiáticas y caribeñas en su proceso de movilización desde la identidad colectiva de signo cultural, pusieron de relieve los problemas sustanciales de estas políticas por carecer esas minorías étnicas de una fuerte base igualitaria, tanto en términos sociales como culturales en relación con la sociedad británica, Brah (1996:25-27).

El paso del estatuto de inmigrante a ciudadano con derechos semejantes, en igualdad de condiciones y de reconocimiento de la otredad en términos de respeto, configura el núcleo de más difícil alcance del multiculturalismo en la actualidad. Aunque autores como John Rex han abogado por una visión del multiculturalismo como forma mejorada del estado de bienestar social en el sentido de que el reconocimiento de la diversidad cultural enriquece y fortalece la democracia, Rex (1995), también se ha señalado que uno de los grandes problemas de la eficacia de las políticas multiculturales es el reconocimiento de una legitimidad de signo recíproco a las diversas culturas existentes en una sociedad. Por otra parte, sigue siendo problemática la realización de los plenos derechos ciudadanos en la práctica, por un lado, y la respuesta social a las necesidades especificas de comunidades étnicas y grupos sociales por otro, ya que este terreno se mueve en los limites de lo público / privado.



Género y multiculturalismo.


Para Nancy Fraser el problema de las políticas culturales es la tendencia a centrarse en una política unidimensional que deja de lado la vertiente de la justicia social. En este sentido, desde su posicionamiento dentro de la tendencia democrática radical en los EE.UU., hace hincapié en la necesidad de compaginar las políticas de reconocimiento con las injusticias de redistribución. Su visión crítica del multiculturalismo alinea las políticas de identidad con las políticas sociales, Fraser (1999). Asimismo contempla la equidad de género y la redistribución justa. Reconocedora de la múltiple afiliación de las mujeres y de sus identidades plurales, propone que no sólo el género sino también la "raza”, etnia, nacionalidad, sexualidad y la clase social sean también objetos de la teoría feminista. Su propuesta multicultural pretende ubicar las diferencias tanto en términos culturales como sociales. Así, cuestiona la visión de la diferencia predominante en los Estados Unidos, como si perteneciera de forma exclusiva a la cultura, para abogar por la necesidad de vincular los problemas relativos a la diversidad con las desigualdades culturales y materiales ancladas también en las diferencias de poder entre grupos y relaciones de dominación y subordinación. De igual forma, la igualdad social y de género informan su visión del multiculturalismo.


Frente a planteamientos esencializadores de cultura, el multiculturalismo aboga por las afiliaciones múltiples y plurales de adscripción de una pluralidad de identidades, de cultura híbridas, complejas y en constante proceso de transformación capaces de dar respuestas a las plurales experiencias de género, etnicidad y diversidad cultural en la sociedad de hoy. Desde esta perspectiva, se ha argumentado a favor del potencial subversivo de políticas sociales de multiculturalismo que introducen una nueva política de identidades basada en la noción de comunidad cultural, Caglar (1997.171). Frente a la tendencia popular de etnicizar las diferencias culturales, al marcar límites entre los individuos y los grupos y, de paso, congelar las diferencias culturales entre los colectivos en términos étnicos, cabe retomar la noción de la heterogeneidad cultural para contemplar las divergencias culturales incluso en el seno de comunidades de por sí definidas como comunidades étnicas.

Uno de los peligros de la esencialización de las identidades culturales es el de asignar una homogeneidad cultural que impide florecer las diferencias y diversidad en el seno del propio grupo, así como también establecer como interlocutores de comunidades étnicas, a personas que no necesariamente son representativas del conjunto del grupo. En este sentido, se ha puesto de relieve que a menudo la experiencia colectiva de las mujeres o su agenda específica no quedan necesariamente reflejadas en las habituales manifestaciones de muchas comunidades. De allá la necesidad de dar voz y espacio de representación a las mujeres de todos los colectivos para fomentar también el reconocimiento de su diferencia de género. A veces la unidad mítica de las comunidades imaginadas en el ámbito étnico y de género divide el mundo en circuitos de inclusión/ exclusión, tanto desde la perspectiva de la propia comunidad como también desde la mirada del resto de la sociedad.


Nira Yuval-Davis ha argumentado que el género, clase, política y otras diferencias juegan un rol central en la construcción de políticas étnicas especificas a la vez que distintos proyectos étnicos de una misma comunidad también pueden reflejar luchas internas para la consecución de una posición hegemónica en el grupo, Yuval-Davis (1997). Al detectar el funcionamiento de mecanismos naturalizadores de índole biosocial en la identificación y mantenimiento en el poder de determinados grupos, advierte en torno a la necesidad de comprender que la etnicidad no puede reducirse a una cultura. Asimismo, la cultura tampoco puede entenderse como una categoría fija mientras el género desempeña un papel significativo en el posicionamiento de individuos y de grupos frente a la diversidad cultural.


En el terreno de la experiencia colectiva de las mujeres desde la diversidad cultural, cabe resaltar un primer campo de dificultades: la invisibilidad de las mujeres inmigradas o de minorías étnicas y la transmisión de estereotipos de su perfil. La perduración de un modelo exclusivamente masculino que informa el enfoque popular del fenómeno migratorio conlleva una visión sesgada que niega la diversidad de género en su seno. En este sentido, son muy escasas las referencias a las mujeres inmigrantes como colectivo en los medios de comunicación. Esta invisibilidad contrasta con los datos de los años noventa, cuando las mujeres ya constituían una mayoría de los inmigrantes procedente de América Latina y Central, C. Gregorio Gil (1998). Los datos del año 2000 señalan la continua feminización del hecho migratorio e incluso en España las cifras más recientes ponen de relieve el alto porcentaje de inmigrantes que son mujeres ya que representan el 60% de inmigración de América Latina, el 40% de Asia y el 15% de África ( La Vanguardia, 29 octubre 2000).


Desde un modelo democrático multicultural, queda clara la necesidad de contemplar que el reto de la multiculturalidad significa integrar la dimensión de género en su expresión social y cultural. No obstante, la creciente tendencia a la feminización de la inmigración no se adecúa de ninguna manera con el imaginario colectivo y las representaciones culturales vigentes la ignora. Además, en la medida que se transmite una imagen de una mujer inmigrante, pervive el modelo tradicional de mujer casada, dependiente y marginada de la sociedad; imagen que hace invisible el perfil cada vez más predominante de mujer joven, soltera, dinámica que busca su integración en el mercado laboral. Esta visión clásica proyecta la imagen de una mujer inmigrada analfabeta, sumisa, con escasa cultura cuando hay muchas mujeres inmigrantes con una elevada formación profesional y educativa según su procedencia. La paradoja existe, por tanto, entre realidad social y representación cultural en la doble clave de género y de inmigrante.


Existe otro elemento significativo en la habitual construcción de la imagen de las mujeres inmigrantes en España: la falsa homogenización cultural y étnica de este colectivo. Frente a la realidad de la importante dimensión de la inmigración de mujeres de América Latina, aparece otro juego de invisibilidades y de exclusión, ya que se suele identificar al prototipo de mujer inmigrada con la mujer procedente de países árabes y de religión musulmana. Así, encontramos que el argumento aplicado por Tore Bjorgo, Bjorgo (1997) para Gran Bretaña y Europa tiene, en el caso de España, una lectura de género en la definición de mujer inmigrante categorizada desde la religión musulmana. La identidad religiosa y sus expresiones externas representan un artífice para identificar en términos de alteridad de género a las mujeres inmigrantes produciendo a su vez una homogeneización religiosa que en absoluto refleja la heterogeneidad cultural, religiosa, y de género de los diversos colectivos de mujeres inmigrantes en España.


Segun Edward Said, a menudo el interés por el orientalismo o lo exótico constituye el eje identificador de los signos externos de identidad de la diferencia, Said (1996). Meyda Yegenoglu, en la obra Colonial Fantasies, Yegenoglu (1998), argumenta que la misma fascinación de Occidente por el velo se puede atribuir a la vigencia de una identidad colonial hegemónica. Cree que hay una estrecha relación entre diferencia sexual y diferencia cultural que la mirada occidental simboliza con el velo. Además,

se produce una única lectura del velo en clave de alteridad cultural y de subordinación que olvida el uso cambiante y las estrategias espaciales que se emplean en relación a su uso, Aixalà (2000).


La exclusión de las mujeres de la expresión de la voz de grupos étnicos o la homogeneización de las relaciones interculturales desde el punto de vista de una cultura masculina predominante dificulta el proceso de asentamiento de una cultura democrática intercultural. Asimismo, tradicionalmente, la construcción de las relaciones de Estado en el dominio privado, en los ámbitos de la familia y del matrimonio, había determinado hasta hace poco en las sociedades occidentales el status de ciudadanía de las mujeres en la esfera privada, Pateman (1988). Ha constituido un factor explicativo significativo en la continua existencia de un déficit democrático en cuanto a la representación equitativa de las mujeres en los ámbitos de representación política y del poder. Asimismo, en las sociedades multiculturales, la posición de las mujeres tanto en la sociedad de acogida como en las comunidades étnicas incluye una dimensión de poder y de relaciones de género que a menudo no quedan visibles en la articulación de las pautas de negociación intercultural Woollet, Marshall, Nicolson, Dosanjh (1994). Así, del mismo modo que el multiculturalismo implica un cuestionamiento de la homogeneidad cultural, también obliga a retar la homogeneización de una cultura masculina, y, por tanto, a establecer canales de reconocimiento de autoridad y credibilidad a las voces plurales de las mujeres. El reto de la sociedad multicultural consiste, no solo en elaborar procesos políticos y culturales que faciliten el respeto y reconocimiento de las diversidades culturales, sino también en reelaborar también los contenidos del contrato de género desde las experiencias de la diversidad.




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