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INTRODUCCIÓN

FE Y MUNDO CONTEMPORÁNEO


INTRODUCCIÓN


Si viniera alguien de otra época en una máquina del tiempo a realizar una descripción del ser humano de comienzos del siglo XXI sin duda alguna describiría al ser humano como un ser hecho para producir y consumir, en donde sus preocupaciones preponderantes son la eficacia y eficiencia en sus medios de producción empleando para ello tecnología de vanguardia donde adquiere una especial relevancia la investigación científica, y en donde la mercadotecnia le dicta como imperativo categórico al hombre de hoy qué debe consumir para ser una persona del momento.

Pero surge una pregunta radical, ¿en realidad esto es el hombre? ¿Acaso la esencia del hombre radica solo en su ciclo vital y en eso consiste la plenitud de la existencia humana: nacer (en caso de no estorbar), crecer, producir, consumir, reproducirse y morir? ¿Es todo lo que define a la existencia humana? ¿Es posible que todas las inquietudes de la persona sean resueltas por productos factibles de encontrar en el mercado para ser adquiridos y consumidos por la cada quién?

Paul Tillich describe la situación del hombre actual de la siguiente manera:

Existen numerosos análisis del hombre actual y de la sociedad moderna. Pero la mayoría de ellos no pasan de ser una diagnosis de las características más notables, y sólo pocos consiguen encontrar una clave para la comprensión de nuestra actual situación. Aunque no es ello cosa fácil, quisiera yo intentarlo y comenzar con una afirmación que, de momento, podrá parecer ininteligible: el elemento decisivo en la actual situación del hombre occidental es la pérdida de la dimensión de profundidad. «Dimensión de profundidad» es una metáfora espacial; ¿qué significa cuando se la aplica a la vida espiritual del hombre, y se dice que es algo que éste ha perdido? Significa que el hombre ha perdido la respuesta a la pregunta por el sentido de su vida, la pregunta por el de dónde viene y a dónde va, la pregunta por lo que hace y debe hacer de sí en el breve espacio entre nacimiento y muerte. Estas preguntas no encuentran ya respuesta alguna; más aún, ni siquiera son planteadas cuando se ha perdido la dimensión de profundidad Y esto es precisamente lo que ha acontecido en nuestra época. Nuestra generación no tiene ya coraje para plantearse tales cuestiones con la incondicional seriedad con que lo hicieron generaciones pretéritas; y tampoco tiene ya el coraje de escuchar ninguna respuesta a estas cuestiones. [...] Ser religioso significa preguntarse apasionadamente por el sentido de nuestra vida y estar abierto a una respuesta, aun cuando ella nos haga vacilar profundamente”1.

Cuando lo esencial no interesa, se pierde el sentido mismo de la persona. Cuando lo esencial de la persona no es ella misma en la radicalidad de sus preguntas, ya no hay respuestas que valgan ni respuestas luminosas. Se vive sin respuestas. Se vive sólo en la superficie y a merced de los vientos del momento. No es que los hombres y mujeres de hoy seamos mejores o peores que los de otro tiempo. La novedad de nuestro hoy es una realidad compleja: la persona hoy influye tanto y tan decisivamente en el mundo que lo va transformando, pero esta transformación no es algo que se quede fuera de la persona, sino que reviene sobre ella y la influye y la modifica con el peligro convertirla en un instrumento más. Esto es vivir en superficialidad o en horizontalidad: convertirnos en instrumentos. Cargados de haceres y de quehaceres ya no tenemos tiempo para nada y menos para preguntarnos quiénes somos. Además, no interesan estas preguntas porque se sospecha que la respuesta puede afectarnos vitalmente.

Llevamos una vida que nos cansa, sobre todo en las grandes aglomeraciones. ¿Qué tiene que ver esto con la profundidad? Pues tiene mucho que ver: la salud y el sufrimiento son uno de los lugares desde donde la persona se asoma a la profundidad. El salmista grita: “Desde lo hondo a ti grito, Señor. Señor, escucha mi voz” (Sal 129, 1).

La profundidad no es ni superficie ni altura. La profundidad es un camino hacia adentro, hacia el propio corazón. Un camino en el que uno reconoce que lo que se ve tiene muchas veces algo que ver con lo que no se ve. La profundidad es el camino que lleva a dejar a un lado todo lo que nos parece importante, urgente, inmediato y a emprender otro “menos eficaz”, pero camino esencial: ¿Qué sentido tiene esto que estoy haciendo? ¿Por qué hago lo que hago? ¿Por qué sufro? ¿Qué es lo que realmente mi corazón me grita? ¿Qué es realmente lo que vale la pena cuando palpo de cerca el dolor y las cosas que tengo no me solucionan nada? ¿Quién soy yo? Muchas veces he dicho a mis mejores amigos: “¡Ay, cómo te deseo que el sufrimiento te visite!” La verdad es que no quiero ver sufrir a nadie. Pero he experimentado que hay personas que sólo se asoman al camino de la profundidad y del sentido cuando les visita el sufrimiento y saben plantarle cara.

Hoy quizá sea más necesario que nunca replantear las grandes cuestiones del destino y fin de la vida humana, entre ellas, la cuestión de Dios. Esta antología elaborada como material de texto para la materia “Fe y mundo contemporáneo” tiene por objetivo retomar esta pregunta y replantear la relevancia que tienen las grandes preguntas en el mundo actual.


En un primer momento, se busca colocar los cimientos de la discusión acerca de la relevancia de la pregunta por Dios en el siglo XXI auxiliándonos de elementos metodológicos de la filosofía para la elaboración de un discurso racional (o razonable) y coherente sobre el presente tema. También presentamos una breve semblanza acerca del desarrollo de la noción que ha tenido el hombre acerca de la trascendencia a lo largo de su historia hasta llegar a nuestros días donde prevalece el pluralismo religioso y la influencia de la modernidad en la idea que de Dios tiene (o niega) el hombre actual.


En un segundo momento, presentamos un pequeño compendio acerca de la polémica relación entre la ciencia y fe en la cual, en algunos momentos de la historia se ha visto envuelta en un ambiente de hostilidad originado ya sea por la búsqueda de una interpretación científica de la Biblia o por una interpretación dogmática de la investigación científica. Por esta razón, en un tiempo impregnado por la razón ilustrada donde tiene una especial preponderancia el conocimiento científico y su aplicación en la tecnología, se busca en el presente texto clarificar acerca de las diferencias en el lenguaje, metodología, campo de estudio, y los límites de la razón y la fe.


El hombre postmoderno ha sido, desde su nacimiento con Nietzsche, particularmente celoso de su libertad, a tal grado que ha llegado a promulgar la ausencia de Dios el cual es considerado como un obstáculo para el desarrollo pleno de la esencia humana según la filosofía existencialista que es “la libertad” en el más amplio sentido de la palabra. Por tal motivo, se busca, en el tercer capítulo una exposición clara y detallada de la necesidad de una madura relación con Dios para el desarrollo pleno de una auténtica libertad humana y la influencia de las concepciones erróneas de Dios o de la libertad para el ofuscamiento de la misma.


Posteriormente, en el cuarto capítulo, se expone la pregunta radical de ese curso y un bosquejo de algunas respuestas que se le han dado a lo largo de la historia de la filosofía:” ¿existe Dios?”. Se aborda este problema especificando desde qué plataforma racional y discursiva es posible realizar este planteamiento y qué posibilidades de respuesta puede tener el ser humano para tal interrogante.


Al hablar de Dios, a lo largo de la historia, se presenta un problema que ha orillado el hombre a cuestionar la existencia y relevancia del problema de Dios, incluso para algunos ha sido un obstáculo para su fe religiosa: “el problema del mal”. Quizás el adjetivo correcto para calificar este tema, más que llamarlo correcto, retomando a Gabriel Marcel, sea llamarlo “misterio” o enigma ya que, ausente de una coherente explicación lógico racional como lo tiene todo problema, exige más bien una postura existencial de la persona. En el quinto capítulo se expondrá la relación que tiene este problema con la fe y en que medida esta contribuye para darle sentido al misterio del mal que interpela de manera desconcertante a la racionalidad humana.


Finalmente, en el quinto capítulo se exponen las implicaciones existenciales que tiene la fe en el creyente tanto a nivel individual como comunitario. La fe en Dios desde siempre ha demandado una evidencia concreta en la conducta del creyente en el cual se considera como incoherente el divorcio entre la fe y la vida y la ausencia de Dios en sus quehaceres cotidianos así como de las estructuras sociales por él edificadas.


La Pregunta de Kant: -“¿Qué es el hombre?” -que albergaba los tres interrogantes básicos de la vida humana: ¿qué puedo conocer?, ¿qué debo hacer?, ¿qué me cabe esperar?- Concentra perfectamente la pregunta por el misterio fundamental de la persona humana los cuales reflejan los interrogantes de la vida cotidiana hasta los últimos “porqués” de la existencia.










DESCRIPCIÓN DE LA VIVENCIA PERSONAL RELIGIOSA


A continuación se presenta unas pautas de reflexión para evaluar la experiencia personal religiosa. Se sugiere que estas preguntas se contesten detenidamente al inicio y al término del curso “Fe y mundo contemporáneo” para cotejar las diferencias.


  1. Contenido del concepto de Dios


    1. ¿A partir de mi propia idea de Dios y la de otros, qué aspectos juzgo principales y cuales secundarios, cuáles inútiles y aun fastidiosos para el hombre de hoy?

    2. Personalmente, ¿qué considero esencial en el concepto de Dios?

    3. Comparando lo anterior con el credo cristiano, ¿Cuáles puntos veo importantes para la vida y cuáles me inquietan o me causan malestar?

    4. ¿Cómo relaciono el concepto de Dios en mi vida?¿Será Dios un frío objeto de doctrina, una razón última de las cosas, una meta en mi vida, un núcleo de mi existencia?


  1. Mis actitudes frente a Dios.


    1. ¿Mi creencia en Dios ha evolucionado?¿Dicho cambio ha sucedido por alguna experiencia y cuál? ¿Precisando: de una religión impuesta, externa he pasado a una asumida conscientemente y mejor interiorizada?

    2. ¿Qué motivos tengo para creer en Dios? ¿Tomando distancia los veo frágiles o válidos?

    3. ¿Qué dudas tengo sobre Dios y la religión? ¿Qué motiva esas dudas?

    4. ¿A partir de mi última respuesta, modificaría lo que he respondido en las tres preguntas anteriores?


  1. Relaciones entre mi fe y mi vida.


    1. ¿Cuáles son para mí los valores más importantes en mi vida?¿Serán, por ejemplo, los que satisfacen mi curiosidad intelectual, los que señalan metas a mis acciones, los que me proporcionan felicidad, los que ayudan a que todos vivamos en armonía?

    2. Comparando la respuesta anterior con la del 1.1., ¿podré deducir que si mi fe responde prácticamente a los valores de la vida, será auténtica, si lo contrario, tendré que revisarla durante le curso del presente tratado?

    3. ¿Si tengo convicciones sobre moral, política, ciencias, magia, ocultismo, etc. que no compaginan con mi fe y que tienen prioridad sobre esta, espero que esta materia me ayude para mi reflexión?


  1. Mis acuerdos y desacuerdos con creyentes y no creyentes.


    1. ¿Qué me gusta y qué me disgusta en la manera de proceder y de juzgar de aquellos que he conocido como “creyentes”?

    2. ¿En qué puntos me siento más próximo a los “incrédulos” que a los “creyentes”?¿Esta cercanía es en cuestiones que tienen que ver con la fe, como son la libertad humana, la justicia social, la sexualidad, la política…? ¿Sería útil examinar si los que califico de “creyentes” tienen o no un concepto errado del compromiso religioso?

    3. ¿Cuál es mi actitud frente a las críticas que oigo contra la creencia en Dios? ¿Pienso que tienen fundamento y me dejan inseguro, angustiado, agresivo o indiferente?

    4. ¿Pienso que la religión es algo imprescindible para la humanidad ayer y hoy? ¿Pienso que la religión debe transformarse y en qué sentido?

    5. ¿Sobre cuales temas juzgo que la religión debe dialogar con el hombre de hoy y en qué forma debería hacerlo?


  1. Hipótesis frente a mi actitud.


    1. ¿Sinceramente desearía que Dios no existiera o fuera indiferente para que no pusiera restricciones a mi libertad, a mi estilo de vida?

    2. ¿Preferiría tener otra manera distinta de ver la vida, de valorar las cosas… que aquella dada por la fe? ¿Preferiría una religión que hable sólo de felicidad terrena y niegue o calle el más allá de la muerte?

    3. ¿Ante la alternativa de ser creyente o no creyente, qué escogería yo y por qué? ¿Cómo explicaría esta mi opción ante un creyente o ante un increyente?


























I. EL ORIGEN FILOSÓFICO DE LA PREGUNTA POR DIOS


1. Dios, noción que surge de nuestra experiencia concreta.


Es prácticamente imposible hablar de Dios desde un punto neutral es particularmente para todo aquel que quiera comenzar a reflexionar acerca de este tema en donde surgen de forma a priori nuestros esquemas mentales previos o paradigmas sobre los cuales hemos construido a lo largo de nuestra vida nuestra idea de Dios, la cual se puede edificar por medio de la transmisión en nuestros hogares, en nuestra sociedad, ya sea por imposición, o quizás, exista alguna experiencia desagradable la cual provoca el alejamiento de Dios o una imagen errónea de él.


Por tal motivo, se considera pertinente un espacio de reflexión donde se ofrecen las herramientas metodológicas de la filosofía para que la toma de postura del ser humano tenga un sustento racional, en el cual pueda “dar razón de su esperanza” (Pe 3, 15).


Esta manera de abordar la cuestión de Dios originariamente no está ligada ni al cristianismo ni a ninguna religión específica, aunque algunas religiones busquen como fundamento racional el apoyo de la filosofía. La diferencia entre el lenguaje filosófico al del cristianismo, o específicamente hablando, al de la revelación cristiana es que la filosofía se basa en la las deducciones racionales que partiendo de la necesidad antropológica de la trascendencia, por la búsqueda del sentido último, por la explicación del orden del universo, o por cualquier otra vía racional, el ser humano pueda tener una noción acerca de la existencia de Dios.


La revelación cristiana, en cambio, expone el planteamiento de Dios teniendo como fundamento lo que, desde la fe de los creyentes, se presenta como mensaje revelado por Dios desde sí mismo al hombre, es decir, lo que Dios ha dicho de sí al hombre, no las conclusiones a las que el hombre ha llegado por medio de una elaboración racional.


A lo largo del manual, elegimos apoyarnos de la vía racional y exponer desde esta la posibilidad de la revelación la cual comporta una relación del hombre con la trascendencia la cual al revelar algo de sí, revela un Yo a un ti, por lo que la revelación comporta una relación. Este ejercicio racional no es una demostración en la cual se utilice la metodología de las ciencias positivas, más bien, es una tarea reflexiva en la cual se plantea de una forma asequible a la razón humana la posibilidad de la relación con la Trascendencia.

La reflexión filosófica no es una tarea de expertos, lejos de ello, la realidad que se oculta bajo esta palabra es de hecho muy sencilla, ya que filosofía es algo que hacemos todos. Lo hacemos desde que empezamos a reflexionar y a hacernos preguntas por el sentido de nuestra existencia y de la experiencia concreta de cada día que tenemos de nosotros mismos, de los demás, del universo que nos rodea y en el que vivimos. Nos situamos entonces en una perspectiva "existencial”, y de esos cuestionamientos puede surgir (o no) la cuestión de Dios.­


Destacando aquí esta orientación en vez de su­poner la cuestión resuelta y de afirmar inmediatamente la fe en Dios en relación con su revelación, partiremos de una reflexión sobre la realidad que nos rodea. Nos preguntaremos por el sentido de nuestra vida y por la significación del universo examinando las diversas soluciones propuestas en la actualidad, tanto las del ateísmo como las del teísmo de inspiración judeo-cristiana, preguntándonos si en definitiva no podría Dios efectivamente ofrecernos la respuesta a las cuestiones que nos planteamos.

Hablar de Dios hoy, y hablar de él en una pers­pectiva filosófica, no es una tarea secundaria para el creyente. Es una tarea tan urgente como actual, al menos por dos razones importantes. La primera, porque no puede dispensarse de reflexionar, en cuanto hombre y partiendo de su experiencia, sobre el significado de su vida y sobre el valor de la respuesta que le brinda su fe en Dios. La segunda, porque es una tarea que responde muchas veces a una espera muy viva, ya que, una vez más, a pesar de la indiferencia religiosa y del ateísmo ambiental, muchos de nuestros contemporáneos no dejan de plantearse muchas preguntas..., esperando de los creyentes elementos de información. En esta perspectiva, los creyentes tienen también su palabra que decir.


La pregunta por la posibilidad de hablar de Dios es lógicamente la primera cuestión que uno se ve obligado a plantearse cuando se aborda el problema de Dios: ¿se puede efectivamente hablar de él? Las posiciones son muy diversas en este tema. Entre los mismos creyentes, algunos piensan que lo único que se puede afirmar de él es que existe. Según ellos, no es posible ir más allá de esta única afirmación, porque Dios nos supera infinitamente es tan radicalmente distinto de nosotros por su per­fección que no se puede decir de él nada más.


Otros, como Kant y Wittgenstein, piensan igual­mente que no se puede decir nada de Dios ya que está fuera del mundo de nuestra experiencia sensorial. Por esta razón es imposible captarlo correctamente; además, nuestro lenguaje es totalmente deficiente para hablar correctamente de él en la medida en que sólo puede remitir a lo que conocemos dentro de nuestro propio horizonte.

Otros finalmente opinan que no se puede decir nada de Dios porque simplemente no existe. Estas son las posiciones del ateísmo.

Por nuestra parte, con las limitaciones lingüísticas con que contamos, para afirmar si se puede hablar o no de Dios, es importante precisar a que no referimos con dicha palabra, para determinar si es posible o no el discurso sobre este tema.


2. La importancia y la dificultad de la «designación» de Dios

Se cuenta que Einstein respondió a un periodis­ta que le preguntaba si creía en Dios: “Dígame usted antes qué entiende por la palabra Dios, y entonces le diré si creo en él”. Era una respuesta muy justa, ya que todo empieza precisamente por ahí cuando se habla de Dios: ¿qué es lo que se entiende precisamente con la palabra “Dios”?

¿Por qué es tan importante saber si se puede intentar decir quién es Dios sin contentarse con afirmar que existe, incluso antes de afirmar o de negar su existencia? Porque antes de saber si existe o no, hay que ponerse de acuerdo en el significado de la palabra Dios.

Y como muchas veces no se detiene la gente a responder a esta primera cuestión, resulta que el diálogo sobre Dios se convierte en un diálogo de sordos, porque no se entiende la misma cosa bajo esta palabra.

La palabra “Dios” es equívoca2. En efecto, esta palabra “Dios” pudo designar tanto los fenómenos naturales -Neptuno, dios del mar; Plutón, dios de los infiernos, entre los romanos­ como al Dios de la revelación cristiana o a los múl­tiples dioses de las múltiples religiones a través del tiempo o del espacio. Y esto sin olvidar, como es lógico, al Dios de los filósofos, Dios igualmente pluriforme, a propósito del cual, podríamos decir que de los cuales, andan encontrados los filósofos teístas, deístas o ateos.

Hay que estar sumamente atentos, por tanto, a lo que se dice cuando se habla de Dios y purificar continuamente la idea que nos hacemos de él, ya que, a pesar de los riesgos tan reales de confusión que nacen de concepciones tan diversas, y hasta contradictorias, de Dios, no es posible abandonar este término cuando se quiere hablar de él.

En efecto, toda imagen es peligrosa, ya que deforma necesariamente la realidad de Dios, lo mismo que los espejos deformantes de las ferias. Sin embargo, la historia de la humanidad refleja que el hombre se ha caracterizado por ser un buscador del Absoluto, como bien afirmaba Kart Jaspers: “Si suprimo algo que es absoluto para mí, automáticamente otro absoluto ocupa su puesto”3. Por lo tanto, dejar de hablar de Dios es ocultar este anhelo de búsqueda del hombre de sentido y del fin último de su existencia.


  1. ¿Cómo hablar de Dios?

Utilización del método de la analogía


No es pues fácil ni evidente conocer a Dios. To­dos los grandes teólogos y filósofos creyentes son los primeros en insistir en este punto: no sabemos mu­cho de Dios y, a propósito de él, nuestras palabras no pasan de ser pobres balbuceos. ¿Por qué? Porque Dios es la perfección absoluta, y ésta se nos escapa esencialmente. ¿De qué forma es posible hablar de Dios?

Ese es el método de la analogía. Permite esta­blecer una cierta semejanza, una cierta «analogía» entre Dios y nosotros.

Lo que se puede decir de algo respecto de diversos sujetos puede hacerse de tres modos:

  1. Cuando un vocablo responde a una razón específica. Se dice que se establece una relación de identidad ya que hay una plena relación de identificación entre el significante (palabra) y el significado (contenido). A este lenguaje se le llama “Unívoco” ya que se comporta un solo significado. Por ejemplo: Planeta, teléfono, etc.

  2. Cuando se atribuye a una misma palabra diversos significados, se dice que el término es equívoco. Por ejemplo: La palabra amor que se puede entender de diversas formas: paternal, erótico, filial, etc.

  3. Finalmente, cuando se atribuye un nombre común a varios sujetos o sentidos que son en parte diversos y en parte idénticos se da la analogía. Esta implica semejanza (no igualdad) y desemejanza.

Así, el lenguaje que podemos utilizar de Dios es analógico. Todo lo que podemos hacer es intentar precisar un poco esa perfección llevando a lo absoluto todas las perfecciones relativas que hay en nosotros y que conoce­mos en nuestro mundo. Por ejemplo, cuando deci­mos que Dios es amor, nos referimos inevitable­mente a nuestra propia capacidad de amar, para intentar imaginarnos ese amor en toda su plenitud y en toda su perfección en Dios. Pero es necesario precisar lo siguiente:

  1. Nada puede predicarse de Dios y de las criaturas de modo unívoco. Todo lo que podamos decir de Dios á través de este “método de la analogía” será por consiguiente pálido, insuficiente, imperfecto y finalmente lleno de peligros, ya que, por las razones que acabamos de subrayar, lo que podemos decir de él es siempre insatisfactorio y corre el riesgo de conducimos a graves errores, que se convierten en terribles obs­táculos para el conocimiento que podemos tener de él. Ya desde la antigüedad, el filósofo Jenofonte trataba de prevenir el lenguaje antropomórfico de Dios, es decir, como decían Feuerbach, Freud y Nietzsche, proyectar en Dios nuestros anhelos, frustraciones e inhibiciones.

  2. Tampoco se cae en la equivocidad, por la semejanza que hay entre el efecto y la causa. Puesto que, es posible, de la perfección de las criaturas inducir la perfección de Dios, salvando las diferencias.

El carácter analógico de nuestro conocimiento de Dios hace que en todos los enunciados humanos sobre Dios haya afirmación, negación y eminencia. En todos los enunciados los tres modos son indisociables, es decir, se aplican a la misma perfección que precisamos de Dios.

  1. Afirmación (o causalidad): Se afirma de Dios la perfección de las criaturas. Una perfección que vemos en las criaturas la afirmamos de Dios como de su Causa: Dios es sabio.

  2. Negación: Se niega de Dios el modo limitado mezclado de imperfección en que la perfección se encuentra en las criaturas. La finitud que entraña una perfección creada debe eliminarse cuando esa perfección se aplica a Dios; así, había que decir que Dios no es sabio tal como nosotros concebimos la sabiduría.

  3. Eminencia: Se afirma esa perfección en Dios, como infinita o eminente; se atribuye a Dios una determinada perfección según el modo subsistente e infinito, propio de Dios: Dios es eminente o infinitamente sabio.

En toda la Sagrada Escritura encontramos el uso extendido de analogías para referirse a Dios. Se le llama Padre, atribuyéndole a Dios las cualidades que tiene un padre de ternura, cuidado, protección, en su tarea de originar la vida (afirmación); salvando las diferencias entre la paternidad de Dios y la paternidad de los hombres (negación), en donde encontramos algunos ejemplos en la Sagrada Escritura, por ejemplo: “Si mi padre y mi madre me abandonan, el Señor me recogerá” (Sal 26, 10); Afirmando a su vez el carácter propio que tales cualidades adquieren su plenitud en Dios (eminencia) el cual es causa de las mismas por ejemplo: “si ustedes que son malos saben dar cosas buenas a sus hijos, con mayor razón Dios, su Padre que está en el cielo…”(Lc 11, 13).


b) Nombrar a Dios hoy


Las palabras son signos de los conceptos; en la medida en que una cosa puede ser conocida, de la misma manera puede ser designada por un término. El nombre es expresión de la realidad, que es lo que primariamente conocemos. Dependiendo de la afirmación que se haga de la posibilidad del conocimiento de Dios, de la misma manera será la posibilidad y el alcance del lenguaje que se utilice para nombrarlo, buscando la mayor precisión posible.


Por tanto, es indispensable intentar “nombrar” a Dios lo mejor posible, hacerlo sin quedarse en la vaguedad o en la indeterminación, ya que, lejos de apartar del verdadero Dios, el rigor y la claridad necesariamente permiten acercarse mejor a él, y hacerlo finalmente teniendo en cuenta nuestro uni­verso cultural contemporáneo.

Nuestra designación de Dios no puede, en efecto, ser independiente de nuestra cultura y de la génesis misma de esta cultura. Por eso hemos de dar ahora una vuelta hacia atrás para ver de dónde nos viene la concepción de Dios que corrientemente tenemos hoy nosotros.


El vocablo Dios se escribe en castellano con mayúscula como sustantivo propio cuando se refiere a la idea de ser supremo de las religiones monoteístas como son el judaísmo, el cristianismo, el Islam y en ocasiones el hinduísmo.

En castellano, la palabra “Dios”, a diferencia de otras lenguas indoeuropeas, viene directamente del griego Θεος -Theos- (Dios), forma genitiva de Zeus. Esta palabra por su parte tiene una radical que deriva en Dev(a) Pitar -"dios padre"- en sánscrito y Jupiter en latín. La raíz de estas palabras es la misma que la de la palabra "día", palabra que en su etimología hace referencia al cielo despejado y luminoso.

Al latín la palabra griega Theos fue transcripta como Deus, y de él derivan, entre otros, Déu (catalán), Dieu (francés), Dio (italiano) y Deus (gallego y portugués).

Hay una serie de nombres de Dios en las lenguas indoeuropeas que se interpretan como derivadas de una única forma original, protoindoeuropea, Dyeus. Éste habría sido el nombre del dios dominante del panteón protoindoeuropeo. Encontramos una forma próxima a la original en el sánscrito antiguo: deiw-os. El nombre aparece sistemáticamente asociado en la mayoría de los casos a p´ter, que significa padre. En el sánscrito tardío esta forma ha evolucionado a Dyaus pitar. Entre las diversas derivaciones tenemos el griego Zeus pater (la ortografía castellana es engañosa, porque la Z se pronuncia como Th en inglés, casi como una D) cuya forma latinizada es Iupiter (Júpiter), y también la expresión latina tardía, nuevamente derivada del griego, Deus pater, que en español evoluciona a Dios padre. En las lenguas germánicas la evolución de pater lleva a formas como Father y Vater, pero la palabra Dios ya no aparece, sino que se su lugar lo ocupa la germánica God o Gott, originada en una raíz de la que derivan también nombres de pueblos como los godos. El nombre Yahvé es semítico, no indoeuropeo, y no guarda parentesco con ninguna de las formas indoeuropeas de designar al dios supremo.


REFLEXIÓN: EL BARBERO


Un cristiano y un peluquero no creyente estaban caminando por los barrios de la ciudad.


El peluquero dijo al cristiano: "Es por esto por lo que no puedo creer en el Dios que tú me hablas, en un Dios de Amor. Si Dios fuera así como tu dices, Él no permitiría que estos vagos fueran adictos a la droga y a otros hábitos destructivos. No, no puedo creer en un Dios que permite todo esto."


El cristiano estuvo callado hasta que se encontraron con un hombre particularmente descuidado. El cabello le llegaba hasta el cuello y la barba sin rasurar.


El cristiano le dijo: "No serías un buen peluquero si permites que un hombre como éste continúe viviendo aquí sin un corte de pelo y una buena rasurada."

Indignado, el peluquero contestó: "¿Porqué me culpas por la condición de este hombre? No puedo evitar que él esté así. Nunca ha ido a mi peluquería, yo podría arreglarlo y hacerlo verse como un caballero si él me lo pidiera."


El cristiano miró fijamente al peluquero y le dijo: "Entonces no puedes culpar a Dios por permitir que los hombres sigan viviendo en sus malos caminos. Él constantemente los está invitando a acercarse para ser salvados y recibir sus promesas a través de su palabra, pero al igual que este hombre, no se lo han pedido.


"Esta decisión es personal y sólo tienes que invitarlo a entrar a tu corazón."





















II. LA HISTORIA DE DIOS


Actualmente, la imagen que se tiene ordinariamente de Dios en nuestra civilización de tradición judeo-cristiana es la de un ser perfecto y todopoderoso, creador del mundo. Esta imagen es el fruto de una larga evolución, arraigada muy de lejos en la historia de los hombres, desde que llega­ron, al parecer, a la conciencia de su existencia.

1. Origen de la idea de Dios

Durante mucho tiempo se creyó que había habi­do una progresión en la elaboración de esta noción de Dios a través de las edades de la humanidad, progresión que iba desde una noción muy vaga de lo divino hasta la idea que nos hacemos de Dios corrientemente hoy en nuestras sociedades occiden­tales. Así, la idea de Dios habría conocido una espe­cie de progreso, una evolución que iba desde las creencias «inferiores» a las creencias «superiores», todo ello en tres grandes etapas: primero, una idea muy vaga de Dios o, mejor dicho, de lo «divino», través de los cultos mágicos, animistas y fetichis­tas; luego el paso al politeísmo (creencia en la exis­tencia"'simultánea de varios dioses); y finalmente al monoteísmo (Creencia en la existencia de un solo Dios). En esta perspectiva se podía pretender que la idea de Dios como ser trascendente y personal era finalmente una decantación de las experiencias religiosas anteriores y por tanto una adquisición tar­día de la humanidad.

Sin embargo, estas teorías llamadas «evolucio­nistas» fueron puestas en discusión a comienzos del siglo XX por algunos especialistas que, después de largas investigaciones, concluyeron que en realidad las religiones llamadas «inferiores» se habrían deri­vado de un monoteísmo primitivo. Esta es concre­tamente la opinión de un gran especialista de la historia de las religiones, Mircea Eliade.

Este autor rechaza toda teoría evolucionista y piensa que se puede afirmar desde el origen la creen­cia en un ser supremo que tiene los atributos del Dios creador. En realidad, sigue diciendo C. Geffré, la ex­periencia de lo divino ha tomado formas muy diver­sas sin que sea posible señalar de forma rigurosa las etapas de esta búsqueda titubeante.

Una hipótesis difundida por el mundo de la etnología es que los grupos humanos primitivos tuvieron una concepción remota de un Ser Supremo, pero, al tener una noción bastante distante de este ser, se construyeron las visiones animistas en donde espíritus o dioses intermedios tuvieron un papel de mayor cercanía al contacto con el hombre.

Se ha hablado de un monoteísmo pigmeo. La expresión no parece exacta. Pero en muchos de los pueblos llamados primitivos, sin exceptuar a los pigmeos, se comprueba, entre otras muchas supersticion es diversas, algunos rastros al menos de creencia en un ser claramente superior, que tiene nombre aparte y diferente de los espíritus de la naturaleza o de las almas de los muertos, incluso cuando tiene algunos rasgos comunes con éstos. Concebido en general bajo formas muy antropomórficas, o incluso zoomórficas, este Ser anuncia ya, sin embargo, por uno u otro de sus caracteres, al Dios de las religiones monoteístas: es poderoso, dueño de la vida y de la muerte, autor del mundo y de los hombres, y en determinados casos, de manera más o menos perfecta, bueno, justa, vigilante... Tal es el vatauineuva de los yaganes, cuyo nombre significa «el Muy Anciano», y que recibe también los epítetos de «Muy Alto», «Muy Poderoso, bueno y cruel (pues da la muerte de la misma manera que protege), y al que se dirigen diciendo «Hipapuan», es decir, «Padre Mío». Tal el Tira-wa que los Pawnee definen «la fuerza de lo alto que mueve al mundo y vela sobre todas las cosas». Tal aún el Nzambi, del que los bantúes del Africa Occidental dicen: «Es aquel que nos ha hecho, nuestro padre». O el Kalunga de los Ovambo del Africa del Sur, que lleva en su cintura dos cestos, dispuesto a verter sobre los hombres uno u otro, según su conducta.

Lo que es cierto, desde luego, es que la idea de una realidad divina, sean cuales fueren su percep­ción y su concepción, ha preocupado siempre a los hombres. Ahí se arraigan las investigaciones filosóficas y la reflexión religiosa del judeo-cristianismo, de las que hablaremos a continuación.


2. El Dios del teísmo moderno en la tradición de la filosofía griega y del judeo-cristianismo


Son múltiples, unas veces convergentes y otras divergentes y hasta francamente contradictorias, las imágenes de Dios que nos han propuesto los filósofos y los teólogos a través de la historia del pensamiento occidental. Por eso se dan al mismo tiempo semejanzas y discrepancias notables -y a ve­ces verdaderas oposiciones- entre el (o los) dios(es) de los primeros pensadores griegos, el Dios creador de la filosofía medieval, el Dios que garantiza la ley moral de Kant, el Dios opresor denunciado por los filósofos ateos modernos, o la imagen que se tiene de Dios en la teología cristiana contemporánea...

Sin embargo, todos, sean cuales fueren sus con­vicciones personales, han contribuido con sus in­vestigaciones, sus reflexiones, sus afirmaciones, sus negaciones y sus vacilaciones a que sea continua­mente mejor definida esta noción de Dios.

A partir del siglo I, esta reflexión se encontró en la confluencia de dos tradiciones: la tradición de la filo­sofía griega y la tradición del judeo-cristianismo.


a) El Dios de los filósofos griegos


Aparte el hecho de que suele encontrarse entre los filósofos de la antigüedad griega una mezcla singular de creencias populares politeístas y la afir­mación de la existencia de un ser divino o de un Dios de tipo monoteísta, hay que observar que hay entre ellos grandes divergencias en lb que atañe' a sus concepciones de Dios. Sin embargo, los detalles de estas divergencias nos importan poco ahora. Lo que nos conviene destacar son tres características principales.

La primera es que conciben a Dios como un principio impersonal que no se interesa por el mundo. No se le percibe como persona.


La segunda es que los filósofos griegos no tienen la idea de creación. Para ellos, el mundo existe desde toda la eternidad. Dios es solamente princi­pio del orden. Organiza el mundo. Algunos, concre­tamente Aristóteles, pensaron incluso que Dios no tiene nada que ver con el mundo y que no se ocupa para nada de éL., lo cual no dejó de plantear algu­nos problemas a los filósofos y teólogos cristianos, problemas graves de los que hablaremos más ade­lante.


Finalmente, la tercera característica importante es que no conciben a Dios como infinito, ya que el infinito para esos filósofos es sinónimo de imperfec­ción. Lo que no es finito, no es acabado, no ha terminado. En una palabra, es imperfecto.


b) El Dios del judeo-cristianismo


Pero la imagen que se tiene hoy corrientemente de Dios en occidente es igualmente tributaria de la tradición judeo-cristiana. En efecto, muy rápida­mente los primeros cristianos intentaron fundir las concepciones filosóficas de los griegos con las del cristianismo naciente. Intentaron en concreto dotar a Dios de los atributos salidos de la enseñanza de la Biblia y que habían ignorado los filósofos antiguos.

En contra de ellos, afirmaron particularmente que Dios es una persona, que es creador, que es omnipotente e infinito, y que es un ser perfecto, infinitamente bueno, fuente de toda existencia y de todo valor. Finalmente, a todo ello «la doctrina cristiana... añadía este término esencial: Dios es amor».

La afirmación esencial aquí, la que finalmente engloba todas las demás, y la que introduce una dimensión totalmente nueva respecto a la filosofía griega, es que Dios es una persona. ¿Cómo com­prender esto?

3. La gran aportación del judeo-cristianismo: Dios es una persona


En la filosofía griega, Platón identificará a Dios con la idea del bien más alto, Aristóteles con el motor inmóvil que mueve al mundo. Pero Dios no será reconocido nunca como el amor personal. Mientras que el pensamiento religioso concibe a Dios para el hombre como el vis-a-vis tras el que se oculta un «tú» personal.


Para los creyentes y para los filósofos que se .refieren a la concepción de Dios nacida de la revela­ción judeo-cristiana, Dios no es un simple principio. Es una persona. Es realmente una persona, ya que no se le puede imaginar sin razón, sin inteligencia, sin libertad, sin amor, sin voluntad, sin sentimien­tos. Es ciertamente alguien a quien el hombre pue­de dirigirse con toda confianza. Esto es especial­ mente importante para el creyente, ya que el encuentro personal del hombre con el Dios perso­nal constituye una estructura imprescindible de la fe cristiana. Para la Biblia, pertenece a la «condición humana» que el hombre no pueda ser pensado sin el enfrente del Dios personal.

Pero aquí radica una de las principales dificulta­des de la fe hoy, ya que todavía suele darse la ten­dencia a imaginarse a Dios como una persona más o menos a nuestra imagen, como un majestuoso an­ciano de barba blanca que reside en su corte de ángeles y de santos. Fuente de ambigüedades catas­tróficas, este deplorable cliché estaría en el origen de muchos errores de interpretación sumamente peligrosos y lamentables..., que llevarían a algunos periodistas a preguntar al primer cosmonauta que viajó por el espacio, Gagarin, si se había encontrado con Dios en su camino.

En efecto, Dios no es ciertamente una persona de la misma manera que el hombre, una persona con todas las perfecciones humanas. Es mucho más que eso. Lo que pasa es que ese «más» no se puede expresar sino de una forma sumamente imprecisa y confusa. Aun utilizando todas las posibilidades del «método de la analogía», no se puede decir mucho más en la medida en que Dios está por encima de toda representación.


Esta es, globalmente, la imagen de Dios que hemos heredado de nuestra tradición cultural. Pero esta concepción de Dios ha estado igualmente, des­de hace unos dos siglos, muy influida por la nueva imagen que nos hemos ido haciendo progresiva­mente de nuestro propio mundo, gracias a la explo­sión fantástica de nuestros conocimientos en todos los terrenos..., y a dos fenómenos de especial impor­tancia en lo que concierne al problema de Dios. En primer lugar, el fenómeno de la secularización que, como vamos a ver, lejos de conducir necesariamen­te al ateísmo, puede ser por el contrario ocasión de una mejor aproximación a Dios. Y luego el fenómeno masivo del ateísmo moderno, sobre el que volve­remos más adelante.

Está claro que hoy -sin abandonar por ello las numerosas adquisiciones de nuestros predecesores, que siguen siendo esenciales en muchos puntos- no se puede considerar el problema de Dios más que en este horizonte de la modernidad.




























REFLEXIÓN: DIOS (Pedro Guerra, LP Bolsillos)


Alguien lo vio

en el bolsillo de la nigeriana

que embarazada

atravesó el estrecho

Alguien lo vio

buscando un hueco entre los refugiados

que en Ingushetia

son como desechos.


Vela por nosotros

y por nosotras, vela.

Muchas y muchos

creen que existe

y, justo

y generoso,

vela por nosotras

y por nosotros,

dicen que vela.


Alguien lo vio

en la mirada del muchacho negro

que lleva al hombro

un arma de combate.



FE Y MUNDO CONTEMPORÁNEO INTRODUCCIÓN SI VINIERA ALGUIEN DE











Alguien lo vio

en los burdeles sucios de Manila

junto a la niña

que vendió su padre.



Vela por nosotros...


Y es que somos iguales.

Todas y todos, sí,

somos iguales

ante sus ojos.


Alguien lo vio

entre los huesos de las mexicanas,

desperdigados

por todo el desierto.


Alguien lo vio

cuando el sicario se guardó el revólver

y entre los coches

descansaba el muerto.


Alguien lo vio...

III. INFLUENCIA DE LA MODERNIDAD EN LA IMAGEN QUE NOS HACEMOS HOY DE DIOS


1. El hombre toma posesión del mundo: el fenómeno de la secularización


La utilización del término “secularización” en filosofía y en teología es bastante reciente. Pertenecía antes al terreno jurídico y designaba el paso de un religioso a la vida laica o la transferen­cia de unos bienes eclesiásticos al Estado. Hoy de­signa el fenómeno según el cual las realidades del mundo y de la vida humana tienden a establecerse en una autonomía cada vez mayor respecto a cualquier or­den sagrado, religioso, eclesial.

Esta evolución en nuestras civilizaciones corres­ponde a la aparición del mundo moderno. En efec­to, se puede decir que, hasta comienzos del siglo XVIII, los hombres, en occidente, vivían en un uni­verso muy religioso, en el que el mundo, la Iglesia y Dios formaban como tres círculos concéntricos que coincidían casi con exactitud y se sobreponían bas­tante bien. Pero, a continuación, muy rápidamente, esos tres círculos se desarticularían, al tomar el hombre conciencia de que podía perfectamente ha­cerse con el continente mundo ignorando a los otros dos. Descubre que la ciencia no necesita ya de la hipótesis Dios, que la política no tiene nada que ver con la Iglesia y que la moral no está ya ligada a un control religioso. ­

La jerarquía, la disciplina, el orden que la autori­dad se encarga de asegurar, los dogmas que regulan la vida firmemente: eso es lo que amaban los hombres del siglo XVII. Las trabas, la autoridad, los dogmas: eso es lo que detestan los hombres del siglo XVIII, sus sucesores inmediatos. Los primeros son cristianos, y los otros anticristianos...


Así, pues, progresivamente el hombre deja la tutela de la Iglesia y de Dios, y encuentra en sí mismo los recursos y los ejes de su desarrollo individual y colectivo. En adelante se niega a contar con un Dios omnipotente y más o menos mágico. Liberado de la tutela de la Iglesia y de la religión, no acepta ya ser guiado por ellas. Corre el riesgo de pensar y de obrar por sí mismo y desea aprovechar­se plenamente de su libertad para darse sus propias leyes y sus propios valores. Se encarga totalmente del mundo en que vive. Los fantásticos progresos de las ciencias y de las técnicas le dan medios cada vez más eficaces y adecuados para dominar el mundo; con ellos pretende asumir personalmente el domi­nio de su universo.


De hecho, si por un lado Copérnico y Galileo hicieron tomar conciencia a los hombres de que su tierra no era ya el centro del mundo, por otro lado los primeros grandes descubrimientos científicos y técnicos les hicieron saber, en compensación, que su planeta Tierra era sin duda su propio terreno y no ante todo el de Dios.

Luego, poco a poco, del terreno de las ciencias y de las técnicas, esta emancipación se extendió a todos los demás terrenos de la vida humana: la política, la economía, el derecho, el Estado, la cultura, la educación, la medicina, la asistencia, etc.


Las nuevas ideas circulan y los descubrimientos se multiplican: el telégrafo (1684), la máquina de tejer (1735), la máquina de vapor (1764), el gas de ilumina­ción (1786), primera ascensión en globo... Los 35 volú­menes de la Enciclopedia que aparecen de 1751 a 1772 se proponen precisamente hacer el inventario de los conocimientos del hombre: progresos científicos, ar­tes mecánicas, máquinas maravillosas que se inven­tan..., así como agrupar en un esfuerzo común a todos aquellos que se empeñan en nombre de la razón en sacudir el yugo del prejuicio y de la autoridad.


Embriagado por sus triunfos científicos y téc­nicos, el hombre acaba rechazando a Dios: ¡Dios ha muerto! En adelante, el hombre se siente perfecta­mente capaz de manejar su mundo. Por eso, en un movimiento gigantesco, irá eliminando progresiva­mente a Dios para ocupar su sitio. Se convierte en «dueño y poseedor de la naturaleza» (Descartes), y con ello Dios deja prácticamente de formar parte de sus preocupaciones habituales, aunque a veces se le ocurra referirse a él, como dice Sartre, «en los mo­mentos-punta». Pero en lo esencial, ¡Dios está bien muerto! En adelante, es el hombre el que crea su propia historia.


2. Consecuencias de este fenómeno de la secularización


a) En este deseo de autonomía se arraigan a la vez el ateísmo moderno...

A esta voluntad de liberación del hombre corres­ponden las principales reivindicaciones del ateísmo moderno que giran esencialmente en torno a tres polos que volveremos a encontrar a continuación:

- reivindicaciones en nombre de la ciencia: las ciencias pueden explicarlo todo; Dios es una hipótesis tan engorrosa como inútil;

- reivindicaciones en nombre del hombre y de su libertad: si Dios existe, lo sabe todo, lo ha previsto todo, y el hombre no es en el fondo más que una marioneta en sus manos;

- reivindicaciones ante el escándalo del mal y del sufrimiento: si Dios existe, ¿por qué existen el mal y el sufrimiento, siendo así que Dios ha de ser infinitamente bueno?


b)... y una nueva concepción más satisfactoria de Dios


Pero si este poderoso movimiento de seculariza­ción favoreció indiscutiblemente el desarrollo del ateísmo moderno, tuvo igualmente el mérito in­menso de llevar a los filósofos cristianos y a los teólogos a precisar y a reajustar su discurso sobre Dios dentro del marco de la modernidad. En este sentido, lejos de conducir al ateísmo, la seculariza­ción ha representado un papel purificador esencial para el creyente de nuestros días.


Le ha permitido en concreto tomar conciencia de que el Dios de la revelación cristiana no tenía nada que ver con la concepción transmitida tan frecuentemente de un Dios soberano absoluto y dueño omnipotente de un mundo totalmente some­tido a él y en el que los hombres no tenían ningún margen de libertad.


Esta imagen errónea de Dios ha sido criticada justamente por los pensadores cristianos modernos, que han subrayado la importancia esencial de la libertad, de la responsabilidad y de la autonomía del hombre, importancia subrayada igualmente con energía por el concilio Vaticano II:


Nuestros contemporáneos estiman grandemente esta libertad y la buscan con ardor. Y tienen razón... La dignidad del hombre exige de él que actúe según una opción consciente y libre.”


En realidad, lejos de ser el sepulturero de la libertad humana, Dios es por el contrario su funda­mento y su garantía.


Este fenómeno de la secularización es, por tanto, muy complejo: se muestra al mismo tiempo como fuente de ateísmo... y como fuente de reflexión y de profundización de su fe en Dios para el creyente.

Mirando las cosas más de cerca, se comprueba que la secularización no representa ni mucho menos un fenómeno simple. Ofrece incluso un doble rostro: uno negativo, el rechazo del dominio religioso; el otro positivo, el acceso del hombre a su autonomía. Nega­tivamente, significa la marginación de la religión. El mundo moderno se ha ido estructurando progresiva­mente según unos valores que, aunque proceden del mundo cristiano, se han desgajado del árbol... Pero este fenómeno se presta también a una lectura positi­va. Significa entonces que el hombre llegado a la edad adulta es responsable de su mundo. Lo mismo que los demás, tampoco el cristiano tiene confidencias parti­culares de Dios. También él debe asumir con toda libertad sus responsabilidades, con los riesgos inhe­rentes a toda opción... Sensibles al principio ante la amenaza de la secularización, identificada con la descristianización, los cristianos han acabado recono­ciendo en ella una tendencia legítima.


Por eso hay que distinguir cuidadosamente dos actitudes en lo que respecta a la secularización: el secularismo y la secularidad.


El secularismo designa el movimiento de auto­nomía del hombre que se efectúa contra Dios y que conduce por tanto al ateísmo.

La secularidad designa por el contrario, para el creyente, la convicción de que puede vivir su propia vida de hombre con toda libertad, aun afirmando la existencia de Dios y su presencia en el mundo, una presencia muy real, pero muy discreta e infinita­mente respetuosa de la libertad del hombre.

Estas serán las principales ideas que van a cons­tituir el fundamento de nuestra reflexión y que des­arrollaremos a continuación, mostrando cómo per­miten simultáneamente responder a las objeciones de los filósofos ateos y pensar a Dios dentro del marco que es el nuestro actualmente, el de la mo­dernidad.





















REFLEXIÓN: MEMORIAS DE UN DINOSAURIO


Pertenezco a una especie en extinción. A un tiempo en el que la juventud abrazaba utopías y soñaba con cambiar el mundo. El discernimiento aparecía en la edad justa, tanto que, al final del segundo curso, unos optaban por el curso científico y otros por el clásico.

Hoy, los jóvenes terminan el cielo básico sin tener idea de qué carrera seguir. Las utopías cayeron en desgracia, aplastadas por el aquí y ahora del consenso neoliberal. Los sueños son químicos, embutidos en jeringas o pastillas, o producidos electrónicamente en un cóctel de colores sin contenido. Los jóvenes quieren apenas cambiar su propio ámbito visual: un arete en la oreja, un tatuaje en la piel, o unos tenis de marca.

Antes, los corruptos eran minoría, y los usureros, excluidos de la vida social. Ahora, temo que la excepción se vuelva regla. La usura regula las finanzas internacionales, la contabilidad de un pequeño contrato pasa por veredas obscuras, las comisiones por debajo de la mesa son tan frecuentes como la propina del mesero.

Era un tiempo en el que en la infancia no intervenía el factor dinero. No recuerdo la marca de ninguna pieza de mi vestuario. La fantasía oxigenaba nuestras mentes infantiles y el máximo consumo consistía en pedir al papá que comprara una caja de clavos para armar nuestros juguetes.

Hoy, la erotización monitoreada por televisión convierte a la niñez en consumidora precoz, principalmente por no poseer suficiente discernimiento y ser capaz de seducir a los adultos, que ceden a los caprichos del deseo para librarse de la insistencia obstinada.

A los 4 años, se ve al niño revestido de marcas comerciales y a la niña enfrascada en bailes, a un ritmo de esquizofrenia que aleja la edad fisiológica de la psicológica, cuerpo de niña y alma de mujer.

El sueño es sustituido por la televisión, las historias ceden lugar a los programas de auditorio, y las hadas, brujas y reyes, a los juguetes electrónicos. Los armarios están tan llenos como el espíritu vacío. Ya no se reza en familia y las comidas abandonan el ritual de la mesa por la deglutición mecánica, que hace de la casa una filial del restaurante.

Hay niños terriblemente gordos de azúcar y sin afecto, cansados frente a un futuro que aún no vivieron, enviciados, en indigencia intelectual y espiritual.

En aquel tiempo, el mercado era apenas el lugar donde vendían frutas y legumbres, aves y huevos, y no el bazar globalizado que restringe los valores a la Bolsa y hace del capital un dios a quien se le debe ofrecer en sacrificio el bienestar de la nación.

Junto con mi especie, se extingue el tiempo en que se anhelaba el matrimonio entre la libertad y la justicia, el pan y la paz. En aquellos días había historia y sentido del tiempo y de la vida. Se forjaban esperanzas en gremios, sindicatos, movimientos y partidos. Se respiraba cultura y el arte aún no había sido soterrado por el entretenimiento que exalta nalgas y canciones sin nexo y melodía.

Todavía no se introducía en corazones y mentes la idea de que la felicidad se resume a una mera suma de placeres, ni la convicción de que la existencia es una sucesión fortuita de eventos centrados en la ambición y movidos por la competencia.

Otrora, el amor era el arte de bordar sentimientos y, de manos agarradas, envejecer en un silencio pleno de saciedad, cercado de hijos y nietos, memorias y cariño. Nadie se sentía agredido por maniáticos virtuales que invaden hogares y proyectan imágenes de burdeles en un estímulo telefónico a la violación.

Eran tiempos en que los alumnos no asesinaban profesores; católicos y protestantes no llegaban al colmo de jugar con explosivos unos contra otros; judíos y árabes se respetaban como hijos del mismo padre Abrahán; todos se indignaban cuando un país, como la Alemania nazi, lanzaba bombas sobre las poblaciones civiles de las naciones extranjeras; y la solidaridad se imponía como virtud.

Los dinosaurios, es verdad, están en extinción. Son relegados a los museos que, en breve, exhibirán también a sus visitantes, para que todos conozcan un poco del pasado, ríos y árboles, cataratas y frutos silvestres. Un piso estará reservado a los valores: compasión, amistad, generosidad.

Eso en caso de que algún arqueólogo logre descubrirlos en los escombros de esa sociedad que deja de erguir catedrales para construir centros comerciales y relega a Dios al estante de los cuentos para niños.

Frei Betto

1 P. Tillich, La dimensión perdida, DDB, Bilbao 1970, p. 12.

2 Se dice que una palabra es equívoca cuando puede indicar varios significados.

3 JASPERS, K., Filosofía, I.

2014FE Y MUNDO CONTEMPORÁNEO INTRODUCCIÓN SI VINIERA ALGUIEN DE FE Y MUNDO CONTEMPORÁNEO INTRODUCCIÓN SI VINIERA ALGUIEN DE pág. 16


17 «ID POR TODO EL MUNDO Y PROCLAMAD LA
2626 XIV JALLA MÉXICO 2020 “MUNDOS ANIMALES MUNDOS VEGETALES
3 ARGUMENTACIÓN MUNDO DE LA VIDA Y FORMACIÓN GRUPO


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