EL PRIMER MANDAMIENTO PON A DIOS EN PRIMER

1 LA EVOLUCIÓN ECONÓMICA URBANA DURANTE EL PRIMER TERCIO
0 32838 DECIMOPRIMERA REUNION DEL CONSEJO ANDINO
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EL PRIMER MANDAMIENTO

EL PRIMER MANDAMIENTO

Pon a Dios en Primer Lugar

¿Cómo vivimos el Primer Mandamiento?

Nuestra fe y amor a Dios crece si recibimos debidamente dispuestos los sacramentos, nos esforzamos por ser almas de oración y llevamos una vida coherente entre la fe y las obras.


Primer mandamiento: Amarás a Dios sobre todas las cosas

No deja de ser una enorme superficialidad el comentario de aquellos que, con ganas de polemizar, dicen que Dios es egoísta porque nos ha hecho para darle gloria. Olvidan que otro fin hubiera sido indigno de Él, al grado de quedar subordinado a aquella otra finalidad y dejar, por ello, de ser Dios.

Ya dijimos que, al darle gloria encontramos nuestra felicidad. Es, pues, correcto afirmar que Dios nos ha hecho para ser eternamente felices con Él. Y que esa felicidad se gana a través de los actos libres, pues sólo en la libertad cabe el amor. Nada debe, pues, estar subordinado al Amor que nos dará esa eterna dicha: ni las cosas del mundo, ni los seres queridos, ni la propia salud o la vida. “Con todo el corazón, el alma, la mente, las fuerzas”: consecuencia ineludible de ser Dios el Ser Supremo, Infinitamente Bueno, que nos ha hecho para comunicarnos su inefable felicidad.

Resulta claro que de este precepto se derivarán muchísimas consideraciones. Incluso es válido afirmar que resume a todos los demás: si amo a Dios honraré su nombre, le daré culto, amaré a mis padres, serviré a mi prójimo, controlaré mis tendencias rebeldes, etcétera. Pero los moralistas van por orden: nos dicen que, bajo este primer mandamiento, hemos de incluir ante todo aquellas virtudes que más directamente se relacionan con Dios: la fe -hemos de creer en Él para amarlo-; la esperanza -debemos confiar que alcanzaremos a poseer el objeto de nuestro amor-; la caridad, que es la virtud específica de este precepto, y, por último, la virtud de la religión, reguladora de las relaciones entre Dios y el hombre.

La fe: para amar debo empezar por creer

La fe es el primer contacto con Dios. El inicio de toda posible comunicación se da con esta virtud por la que, como dice San Agustín, “tocamos a Dios”.

Esta virtud se infunde en nuestra alma, junto con la gracia, al ser bautizados. Y crece si recibimos debidamente dispuestos los sacramentos, somos almas de oración y llevamos una vida coherente entre la fe y las obras. Pero es muy oportuno, para que la virtud crezca, ejercitarnos haciendo actos de fe. Esta virtud podría quedar anquilosada, “vieja”, si no la vitalizamos haciendo actos de fe. Hacemos un acto de fe cada vez que asentimos conscientemente a las verdades reveladas por Dios; no precisamente porque nos hayan sido demostradas y convencido científicamente, sino primordialmente porque Dios las ha revelado. Dios, al ser infinitamente sabio, no puede equivocarse. Dios, al ser infinitamente veraz, no puede mentir. Por eso, si cuando Dios dice que algo es de una manera, no se puede pedir certidumbre mayor. La palabra divina contiene más certeza que todos los razonamientos filosóficos, pruebas de computación y demostraciones matemáticas posibles.

Por otra parte, para nosotros que ya poseemos la fe, es muy importante no dormirnos en nuestros laureles. No podemos estar tranquilos pensando que, porque de niños se nos enseñó el catecismo, ya sabemos todo lo que nos hace falta sobre religión. Una inteligencia adulta necesita una comprensión de adulto de las verdades divinas. Oír con atención homilías y pláticas, leer libros y folletos doctrinales, asistir a cursos o conferencias, no son simples aficiones, actividades sólo para quienes tengan esa “especial” sensibilidad. Éstas no son prácticas “devotas” para “personas peculiares”. Para todos los hombres es un deber procurarnos un adecuado grado de conocimiento de nuestra fe, deber que establece el primero de los mandamientos. No podemos hacer actos de fe sobre una verdad o verdades que ni siquiera conocemos, pues fides ex auditu, dice San Pablo, la fe viene del oír. Nuestras dudas contra la fe desaparecerían si nos tomáramos la molestia de estudiar un poco más el contenido de sus verdades.

Ahora bien, es en nuestro interior donde comienzan los deberes para con la fe. En nuestra mente Dios nos pide que hagamos actos de fe, que le demos culto por el asentimiento explícito a sus dogmas. ¿Con qué frecuencia hay que hacer actos de fe? No hace falta decir que a menudo, pero especialmente debo hacerlos cuando llega a mi conocimiento una verdad de fe que antes ignoraba. Debo hacer un acto de fe (por ejemplo, rezando el Credo) cada vez que se presente una tentación contra esta virtud u otra cualquiera en que la fe esté implicada. Debo hacer un acto de fe cada vez que paso delante del Sagrario, o cuando el sacerdote muestra la Sagrada Hostia en la Consagración. Debo hacer actos de fe frecuentemente en la vida, para que no quede inactiva por falta de ejercicio.

Los deberes hacia la fe no sólo se refieren al ámbito interior. Hace falta que esa fe se manifieste, es decir, que hagamos profesión externa de nuestra fe. Este deber resulta imperativo cuando lo exijan el honor de Dios o el bien del prójimo. El honor de Dios lo exige cuando omitir esta profesión de fe equivaldría a su negación. Este deber no obliga sólo en las circunstancias extremas, como en la Roma de Nerón o en la Rusia de Stalin. Se aplica también a la vida cotidiana de cada uno de nosotros cuando, por ejemplo, sentimos vergüenza de manifestar nuestra fe por miedo a que eso perjudique nuestros negocios, por miedo a llamar la atención, a las ironías o al ridículo. El católico que asiste a un espectáculo inmoral, aquel que estudia en la universidad agnóstica, la católica que tiene reuniones sociales, y miles de ocasiones parecidas, pueden dar lugar a que disimular nuestra fe equivalga a su negación, con menoscabo del honor que a Dios se le debe.

Además, si dejamos de profesar nuestra fe por cobardía, es frecuente que el prójimo también resulte perjudicado. Muchas veces el católico o la católica menos fuertes en la fe, observan nuestra conducta antes de decidir su forma de actuar. Tendremos muchas ocasiones en que la necesidad concreta de dar testimonio de nuestra fe surgirá de la obligación de sostener con nuestro ejemplo el valor de otros. Nadie se salva ni se condena solo.

La ley es libertad y felicidad

La ley de Dios es manifestación de lo mucho que ama a sus creaturas y nos invita a seguirla, si no tuviéramos libertad para hacerlo, nuestra obediencia no podría ser un acto de amor.

Por Ricardo Sada Fernández

El ateísmo de finales del siglo XX perdió en intensidad doctrinal y teórica, pero está ganando en la batalla de la vida y de la conducta. Reviste un modo menos llamativo, pero más sutil; no forma a la persona en ninguna postura definida, no le proporciona bases conceptuales sólidas, pero está a punto de dominar la sociedad.

Si algún calificativo le conviene a la realidad de nuestro mundo es el de “humanismo ateo”. El dios de hoy es el hombre. El “boom” económico en el capitalismo, la irrefrenada búsqueda de liberación, y los progresos científicos y tecnológicos orientados al más puro consumismo, crearon la consigna que afirma: el hombre no tiene rey ni amo.

Y vino, entonces, el olvido o el rechazo de la trascendencia, es decir, de todo aquello que pueda significar o parezca significar un límite al hombre y a la omnímoda libertad que para él se reivindica. Por ello, y con acentos de dolor, Juan Pablo II dice que el hombre moderno “acusa” a Dios. Rabiosamente lo ha colocado en el banquillo de los acusados, tachándolo de ser el causante de la limitación de su libertad. Dios tiene la culpa de que el hombre no sea dios, de que no tenga la irrestricta libertad para hacer siempre y en todo lo que le plazca.

Ante estos signos de los tiempos, entendamos de una vez por todas que la ley de Dios no se compone de arbitrarios “haz esto”, “no hagas aquello”, con el objeto de contrariarnos. Es cierto que sus preceptos a veces conllevan sacrificios, pero no es ese su principal objetivo. Dios no es un ser caprichoso. No ha establecido sus preceptos como el que pone piedras en el camino.

Dios no es un cazador apostado, esperando al primero de los mortales que se descuide para asestarle un golpe.

Lo que en realidad sucede es exactamente lo contrario. La ley de Dios es manifestación de lo mucho que ama a sus creaturas. Quizá un ejemplo trivial nos ayude a entender por qué los preceptos divinos son para nuestro bien y nuestra felicidad.

Cuando compramos un refrigerador, si tenemos la más elemental prudencia, lo utilizaremos según las indicaciones del instructivo. Damos por supuesto que el fabricante sabe mejor que nadie cómo usarlo para que funcione bien y dure. Por eso, si tenemos sentido común, supondremos que Dios -nuestro “fabricante”- conoce mejor que nadie lo que es más conveniente para nuestra felicidad y la de la humanidad. Hablando de modo sencillo diríamos que su ley moral (resumida en los diez mandamientos del decálogo) es simplemente el folleto de instrucciones con que cada niño, noble producto de Dios, llega a la existencia. Gracias a ese instructivo, aquella vida quedará regulada, de modo tal que alcance su fin y su perfección.

El conjunto de preceptos que, de diversos modos, ha dado Dios al hombre para que ordene su conducta, se llama ley moral. Ésta se distingue de las leyes físicas en un punto fundamental: la libertad humana. Las leyes de la biología, de la mecánica, de la electricidad o de la fisiología actúan de modo necesario sobre la naturaleza creada. Si fallan los motores del avión en que vuelas, la ley de la gravedad actúa irremisiblemente y te desplomarás. Si bebes cianuro de potasio, las leyes fisiológicas determinarán un serio daño en tu organismo. Pero la ley moral impera de modo distinto. Actúa dentro del ámbito de la libertad humana. No nos obliga a seguirla, sólo nos invita a hacerlo. Si nos obligara, no tendríamos mérito al obedecerla, pues lo haríamos coaccionados. Y donde hay coacción no hay amor. Si no tuviéramos libertad, no podría ser un acto de amor nuestra obediencia.

De ahí que la ley moral se resuma en el amor. “Si me amáis, dice Jesús, cumpliréis mis mandamientos” (Jn. 14, 15). Si lo amamos, lo obedeceremos, toda nuestra vida estará condicionada por sus preceptos de amor, que nos colmarán de felicidad.

Una pregunta clave

Quizá todos podríamos responder a quien nos preguntara cuál es el principal de todos los mandamientos. Pero antes que Jesús respondiera al escriba que -con un cierto dejo de mala intención- lo cuestionó al respecto, era asunto debatido en las escuelas rabínicas. Amigos de disquisiones y sutilezas, no habían caído en cuenta de la claridad y reiteración con que Yahvé-Dios lo había señalado en el capítulo VI del libro del Deuteronomio. Nos vendría muy bien saborear lentamente la bellísima formulación de ésta nuestra norma básica de vida y acción: “Escucha Israel. Yahvé nuestro Dios es el único Señor. Amarás a Yahvé tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas. Y estas palabras que hoy te ordeno han de permanecer en tu corazón. Las enseñarás a tus hijos, y meditarás sobre ellas estando sentado en tu casa y cuando estés de viaje, cuando te acuestes y cuando te levantes. Las atarás como recuerdo a tu mano, y las tendrás siempre presentes ante tus ojos, y las escribirás en los postes de tu casa y en los dinteles de tus puertas”.

Ésa fue la cita que, de modo resumido, empleó Jesús para responder al doctor de la ley: “amarás al Señor, tú Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Éste es el más grande y el primer mandamiento. El segundo es semejante a éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos penden la ley y los profetas” (Mc. 22, 35-40). Estos dos mandamientos se desglosan, también de modo sintético y compendiado, en los diez preceptos que se llaman “Decálogo” o “Diez Mandamientos”.

De ellos, los tres primeros declaran nuestros deberes con Dios, los otros siete, aquellos que tenemos hacia nuestro prójimo e indirectamente, hacia nosotros mismos. Los Diez Mandamientos fueron dados originalmente por Dios a Moisés en el monte Sinaí, hace aproximadamente 3500 años, durante el éxodo de los judíos por el desierto, grabados en dos tablas de piedra. Fueron ratificados por N.S. Jesucristo: “no penséis que he venido a abrogar la ley o los profetas; no he venido a abrogarla sino a consumarla” (Mt. 5, 17). Consumarla y perfeccionarla; dejando que su Iglesia -gozando de la asistencia del Espíritu- la custodie e interprete a todos los hombres de todos los tiempos.


Religión y superstición

Horóscopos, amuletos, lectura de cartas… ¿se puede confiar en la adivinación sin que afecte a nuestra vida espiritual?

Por Ricardo Sada Fernández

Dios es para el hombre el único Señor. Lo ha creado y lo cuida constantemente con su Providencia amorosa. La existencia de la criatura y todo cuanto es o posee, lo ha recibido de Él. Por consecuencia, el hombre mantiene con Dios unos lazos y obligaciones en cuanto Creador y Ser Supremo: es el culto que debe rendírsele y que se vive con la virtud de la religión.

Alabar y adorar a Dios es lo que se conoce como culto. Esa necesidad ha sido sentida desde los hombres más primitivos hasta los de más elevada inteligencia, que se rinden sumisos al descubrir a Dios en su ciencia. En cualquier caso, el culto dado a Dios se realiza de un modo adecuado a la naturaleza del hombre, a un tiempo material y espiritual. Ya en el siglo XVII la Iglesia consideró como herética la proposición de Miguel de Molinos, a quien parecía imperfecto e indigno de Dios todo rito sensible, queriendo reducirlo a lo interno y espiritual. En las facultades del entendimiento y la voluntad es donde, ciertamente, se debe fundamentar el culto, pero no basta: se precisan también actos externos de adoración: arrodillarse ante el Sagrario, participar activamente en la Santa Misa, asistir con piedad a las ceremonias litúrgicas..... pues el hombre no es sólo espíritu, y Dios es también creador del cuerpo.

En la práctica el culto se concreta en tener prontitud y generosidad ante todo lo referente a Dios. Y llega hasta el detalle de mostrar la reverencia debida a los objetos religiosos que usemos corrientemente: colocar el crucifijo en el sitio de honor de la habitación, guardar el agua bendita en un recipiente limpio, tratar con reverencia el libro de los Evangelios y el rosario, permanecer atento y con una postura digna dentro del Templo, especialmente en las bodas y otras ceremonias, donde es fácil que el gusto de saludar a los viejos amigos nos lleve a convertir el recinto sagrado en la antesala del salón de fiestas. Todos estos detalles de reverencia son parte del primer mandamiento, pues con ellos manifestamos nuestra fe de modo exterior.

¿No pasas nunca debajo de una escalera? ¿Llevas un amuleto colgado del cuello? ¿Evitas que haya trece comensales en la mesa? ¿Intentas tocar la madera cuando ocurre algo que “da” mala suerte? ¿Te sientes influido en tu estado de ánimo porque el horóscopo que leíste hoy no te era favorable? Si puedes responder “no” a estas preguntas, ni te inquietan otras tantas supersticiones populares, entonces puedes estar seguro de ser una persona bien equilibrada, con la fe y la razón en firme control de tus sugestiones.

En nuestra sociedad “tecnificada”, la falta de fe lleva a que cada vez haya más supersticiosos. La superstición es un pecado contra el primer mandamiento porque atribuye a personas o cosas creadas unos poderes que sólo pertenecen a Dios. La omnipotencia que sólo a Él pertenece se atribuye falsamente a una de sus criaturas. Todo lo que ocurre nos viene de Dios; no del colmillo de un tiburón o las consejas de un curandero. Nada malo sucede si Dios no lo permite, y todo lo que ocurre en nuestra vida o en la ajena es para bien, para que aquello de algún modo contribuya a nuestra santificación o a la del prójimo.

Del mismo modo, solamente Dios conoce de modo absoluto los acontecimientos futuros, sin “quizás” ni probabilidades. Todos somos capaces de predecir hechos que seguirán a determinadas causas. Sabemos a qué hora llegaremos mañana a la oficina (si nos levantamos a tiempo); sabemos qué haremos el fin de semana próxima (siempre y cuando no haya imprevistos); los astrónomos pueden predecir la hora exacta en que saldrá y se pondrá el sol el 15 de febrero del año 2019 (si el mundo no acaba antes). Pero no sabemos qué día moriremos ni quién será el presidente de la república dentro de veinte años. Dios conoce todo, tanto los eventos posibles como el feliz desarrollo de acontecimientos necesarios.

De ahí que creer en adivinos o espiritistas sea un pecado contra la fe que Dios ha querido que tengamos en Él y en su providencia. El supersticioso es un crédulo que funda su fe en motivos al margen del plan de Dios. Los adivinos son hábiles charlatanes que combinan la ley de las probabilidades con el manejo de la psicología y la autosugestión del cliente, y llegan a convencer incluso a personas inteligentes y cultas.

En sí misma, la superstición es pecado mortal. Sin embargo, muchos de estos pecados son veniales por carecer de plena deliberación, especialmente en los casos de arraigadas supersticiones populares: números de mala suerte y días afortunados, tocar madera y cosas por el estilo. Pero si se hace con plena deliberación y deseo, acudir a esos adivinos, curanderos o espiritistas, el pecado es mortal. Aun cuando no se crea en ellos, es pecado consultarlos profesionalmente. Incluso si lo que nos mueve es sólo la curiosidad, es ilícito, porque damos mal ejemplo y cooperamos al pecado ajeno. Decir la buenaventura echando las cartas o leer la palma de la mano en una fiesta, cuando todo el mundo sabe que es juego para divertirse que nadie toma en serio, no es pecado. Pero una cosa bien distinta es consultar en serio a adivinos profesionales.

Sobre este tema, la aparición de acontecimientos por encima de lo ordinario no puede ser debida sino al demonio. De ahí que la gravedad de la superstición se mide por la mayor o menor intervención del temible enemigo del hombre. Cuando hay invocación explícita del demonio, el pecado es gravísimo. Si es implícita -por ejemplo, el que inconscientemente lo relaciona con fuerzas ocultas- el pecado también es mortal.

De algún modo puede haber invocación implícita al demonio en las películas, obras teatrales, etcétera, que imprudentemente hacen aparecer intervenciones satánicas, para infundir terror, manifestar prodigios... a nuestro “hombre adulto” cada vez más deseoso de descargas de adrenalina. Hay invocación explícita -confirmada y aceptada por los mismos autores- en la letra de las canciones de ciertos grupos musicales modernos. En ambos casos -visuales o auditivos- existe la obligación grave de no formar parte como espectador o como escucha.


 

El Segundo Mandamiento

El segundo mandamiento enriquece los contenidos del primero, pues prescribe no solo adorar a Dios, sino que destaca otros actos de la virtud de la religión que la engrandece.

Por Aurelio Fernández

Del segundo Mandamiento tenemos, al menos, dos formulaciones en el Antiguo Testamento: «No tomarás el nombre del Señor, tu Dios, en falso, pues el Señor no dejará impune al que tome su nombre en falso» (Ex 20,7). La misma fórmula se repite literalmente en el Deuteronomio (Dt 5,11). A su vez, Jesucristo las interpreta en estos términos: «Habéis oído que se dijo a los antepasados: No perjuraras, antes cumplirás al Señor tus juramentos. Pues yo os digo que no juréis en modo alguno» (Mt 5,33-34).

El segundo mandamiento enriquece los contenidos del primero, pues prescribe no solo adorar a Dios, sino que destaca otros actos de la virtud de la religión que la engrandece. En efecto, además de los cuatro actos propios que la caracterizan, el hombre religioso tanto valora a Dios, que le toma por testigo en las grandes deliberaciones y hasta es capaz de comprometer su vida mediante promesas y votos. En consecuencia, en este mandamiento se incluye también el estudio del juramento y del voto.

No tomarás en falso el nombre del Señor, tu Dios

El «nombre» alude a la persona: designar el «nombre» es referirse a la persona que lo ostenta, por 1o que el nombre de «Dios» evoca la misma persona divina. Cuando Moisés quiso conocer quien era el Señor que le hablaba, le preguntó por su nombre: «Cuando me acerque a los hijos de Israel y les diga: El Dios de vuestros padres me envía a vosotros, y me pregunten cuál es su nombre, ¿que he de decirles? Y le dijo: Yo soy el que soy». Este relato del Éxodo concluye con estas palabras de Yavéh: «Este es mi nombre para siempre; así seré invocado de generación en generación» (Ex 3 , 13-15) (1). Como enseña el Catecismo de la Iglesia Católica:

Entre todas las palabras de la revelación hay una singular, que es la revelación de su Nombre. Dios confía su Nombre a los que creen en Él; se revela a ellos en su misterio personal. El don del Nombre pertenece al orden de la confidencia y la intimidad. El nombre de Dios es santo. Por eso el hombre no puede usar mal de él. Lo debe guardar en la memoria en un silencio de adoración amorosa (cf. Za 2,17). No lo empleará en sus propias palabras, si no para bendecirlo y glorificarlo (cf. Sal 29,2; 96,2; 113,1-2)” (CEC2143).

En efecto, la Biblia recuerda al judío creyente que el nombre de Dios es “glorioso y temible” (Dt 28,58), por lo que no puede «ser profanado» (Ez 20,9). Pero también ese nombre es «poderoso» (Jos 7,9) y sobre todo es «santo» en consecuencia, debe ser «santificado» (Is 29,23). El nombre de Dios «es amado por todos» (Sal5, 13), es «alabado y ensalzado (Sal 7, 18) y «es para siempre, pues se pronunciará de “edad en edad” (Sal 135,13). El salmista formula esta exclamación que ha sido repetida por judíos y cristianos de todos los tiempos: «Señor, Dios Nuestro, ¡que admirable es tu nombre en toda la tierra!» (Sal 8,2). Y, en meditación cristiana, San Agustín comenta:

El Nombre de Dios es grande allí donde se pronuncia con el respeto debido a su grandeza y a su Majestad. El nombre de Dios es santo allí donde se le nombra con veneración y temor de ofenderle” (2).

Esta es la razón por la que los cristianos comenzamos la jornada y de ordinario iniciamos los actos de culto Con la señal de la cruz, y a ese signo le acompaña esta breve oración: “En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”.

Lo «sacro» y lo «profano»

La grandeza, la majestad y la santidad de Dios evocan el sentido de lo sagrado: Dios es sagrado y también introduce al hombre en el ámbito de lo «sacro» o «sagrado». Lo «sacro» es una categoría que caracteriza aquellas realidades que participan de algún modo de la santidad de Dios, en razón de que se dedican a Él «consagrándose» a su culto o servicio (3). Por ello, existen cosas sagradas, por ejemplo, los cálices consagrados (4.) Especialmente, son sagrados los templos dedicados al culto divino. También existe el tiempo sagrado: así se define al domingo dedicado de modo muy especial a dar culto a Dios. Asimismo, son sagradas las personas que se consagran al servicio de Dios y de la Iglesia. Pero la categoría de «sagrado» corresponde más directamente a los sacramentos y de forma singular a la Eucaristía: la Sagrada Eucaristía es el «sacrum» (lo «sagrado») por excelencia.

Todo lo que es «sacro» (cosas, edificios, tiempo, personas, sacramentos) está dedicado de modo eminente a Dios y por ello manifiesta eficazmente y favorece la práctica de la virtud de la religión. Así 1o enseña el Catecismo de la Iglesia Cató1ica: «El sentido de lo sagrado pertenece a la virtud de la religión» (CEC 2144).

Lo opuesto a «sagrado» es lo «profano». Es preciso distinguir claramente entre «sacro» y «profano». En ocasiones ha sido difícil señalar los límites entre esas dos categorías y no siempre la diferencia se ha hecho con el debido rigor. En concreto, hubo épocas en las que se «sacralizaron» realidades que en si mismos son profanas, llegando con ello a una exagerada «sacralización».

En este sentido, se proclama con rigor que el mundo, la ciencia, la técnica y las diversas instituciones sociales son «profanas».

Por el contrario, existen épocas -y tal puede clasificarse a nuestro tiempo-, en las que parece que se quiere borrar todo ámbito de lo sagrado, hasta pretender «desacralizar» todo. De este modo, se niega que haya realidades sagradas, por lo que se llega a una cultura de «secularización» generalizada, la cual rechaza o al menos descuida la atención a los diversos ámbitos de lo sagrado. En estos casos, se dice, que se «profana» lo que es «sagrado»; es decir, que se comete un «sacrilegio» por el maltrato que se hace contra algo que está especialmente dedicado a Dios.

La «secularización» es pertinente cuando se refiere a aquellas realidades que en sí mismas son “profanas”. Es el caso, por ejemplo, de la ciencia, la economía, la política, etc., todas estas realidades que rigen la vida de los hombres son «profanas».Pero, si se niega la calidad de «sacro» a las realidades arriba señaladas y se defiende una secularización absoluta, se corre el riesgo de acabar en el «secularismo», el cual rechaza coda referencia a Dios. Como escribe el filósofo Jean Guitton: «Una de las cosas importantes hoy es trabajar por la regeneración del sentido de los sagrado» (5). Y el papa Pablo VI lamentaba que «algunos escritores católicos» apoyasen «cierta desacralización de lugares, tiempos y personas», lo cual va «contra la tradición bimilenaria de la Iglesia» (6.)

El juramento

«Jurar es tomar a Dios por testigo de la verdad». San Agustín escribe que «jurar es devolver a Dios el derecho que tiene a toda verdad» (7).

a) Importancia

La trascendencia: de Dios en la historia humana permite al hombre que acuda a Él para tomarlo como testigo de la verdad que se expresa o como garante de ciertas decisiones importantes para su vida. El juramento se cataloga como «un acto extraordinario de la virtud de la religión». En efecto, quien jura pone a Dios por testigo de que lo que dice es verdad y con ello reconoce su superioridad. Santo Tomás de Aquino escribe:

El que hace juramento alega al testimonio divino para Confirmar sus propias palabras. Esta confirmación ha de venir de alguien que posea en sí mismo más certeza y seguridad. De ahí que el hombre, al jurar poniendo a Dios por testigo, confiesa la excelencia superior de Dios, cuya verdad es infalible y su conocimiento universal. Por lo que tributa a Dios de alguna manera reverencia,” (8).

Las palabras de Jesús sobre la costumbre de jurar parece que condenan toda clase de juramentos (Mt 5,33-37). Entonces, ¿por que la Iglesia lo sigue practicando y alienta a que algunas situaciones especialmente solemnes se sellen con juramento? La razón es que Jesús condenó sólo la práctica abusiva del pueblo judío de su tiempo, en el que menudeaban los juramentos: Se hacían sin necesidad y se descuidaba cumplirlos. El libro de Eclesiástico advierte:

Al juramento no acostumbres tu boca, no te habitúes a nombrar al Santo (...). Hombre muy jurador, lleno está de iniquidad, y no se apartará de su casa el látigo. Si se descuida, su pecado cae sobre él” (EccI23,7-11).

El hecho es que el mismo Jesús no rechaza aquel juramento solemne, ante el cual le emplaza el Sumo Sacerdote en el juicio del Sanedrín (Mt 26,63-64). Más tarde, los escritos del Nuevo Testamento prodigan la práctica de juramentos entre los cristianos. El mismo san Pablo los hace y los cumple repetidamente: «Os declaro ante Dios que no miento» (Gal 1,20). «Pongo a Dios por testigo sobre mi alma de que por consideración con vosotros no he ido todavía a Corinto» (2 Cor 1,23), etc. Con cita expresa de estos textos, el Catecismo de la Iglesia Católica enseña la licitud de hacer juramentos:

«Siguiendo a San Pablo (cf2 Cor 1,23; Gal 1,20), la tradición de la Iglesia ha comprendido las palabras de Jesús en el sentido de que no se oponen al juramento cuando este se hace por una causa justa (por ejemplo, ante tribunal)» (CEC 2154).

b) Clases de juramento

Se distingue entre «juramento asertorio» y «juramento promisorio». Se hace un «juramento asertorio» cuando se pone a Dios por testigo de algo que se afirma en el presente. La fórmula más común es: «Juro por Dios que tal cosa es verdad». El «juramento promisorio», por el contrario, hace referencia a una promesa de futuro. Es el caso en que alguien se comprometa con juramento a cumplir algo determinado: «Juro ante Dios que haré tal cosa».

Para que el juramento sea válido se requieren dos condiciones: Que se tenga intención de jurar y que se use una formula debida, o sea que exprese verdadero juramento. Y para jurar lícitamente es necesario que se jure por algo que sea lícito y honesto («con justicia»); que haya un motivo suficiente para hacerlo («con necesidad») y, sobre todo, que lo jurado responda a la verdad («con verdad»). Cuando se jura algo que es falso, se comete un «perjurio».

Especial importancia tienen los juramentos públicos que se hacen ante los tribunales. Y más significativo aun cuando se le denomina «solemne»; o sea, si se jura ante el Crucifijo o los Evangelios. Por eso, cuando se miente en este tipo de juramentos, el perjurio es especialmente grave.

Voto y su cumplimiento

También el voto es un acto extraordinario de la virtud de la religión. En razón de la grandeza de Dios Y. que se le reconoce su bondad a favor de los hombres, estos pueden comprometerse con Dios, realizando en su honor algo a lo que no están obligados hacer. Se trata de que la persona, para ensalzar la majestad y sobre todo la bondad de Dios, va más allá de lo que se le pide. En este sentido, el voto supera al juramento, pues éste es un simple recurso a la autoridad de Dios y el voto supone una entrega personal más amorosa a Él.

Definición: «Voto es la promesa deliberada y libre hecha a Dios de un bien posible y mejor que su contrario».

De esta definición se siguen las siguientes notas que le caracterizan:

-el voto se emite en honor a Dios. Cuando se hace a la Virgen o a los santos se entiende que se hacen a Dios, si bien bajo la intercesión de la Virgen o de tal santo;

-para su validez se requiere que se delibere con libertad plena acerca de lo que se promete, pues es necesario que el que lo emite pueda cumplirlo a su tiempo;

-la materia de lo prometido, además de ser algo bueno en sí mismo, debe ser mejor que lo contrario; es decir, se hace voto de realizar algo que en si es óptimo.

Si bien en ocasiones se identifican «voto» con «promesa». Es conveniente diferenciarlos: el «voto» supone un compromiso serio con Dios, lo cual origina la obligación grave de cumplirlo. Son especialmente cualificados los «votos» que emiten los miembros -hombres y mujeres- de las Órdenes y Congregaciones Religiosas.

Por el contrario, las «promesas», son algo que se propone hacer en honor de Dios por haber obtenido de El alguna gracia especial para alcanzarla. Es evidente que también deben cumplirse, si bien es mas fácil obtener la dispensa de cumplirla, tal como se indica mas abajo. La obligación de cumplir las promesas se fundamenta en la virtud de la religión, por lo que se falta al honor debido a Dios si se dejan de cumplir. Esto sirve además para las promesas hechas en nombre de Dios a otras personas. Esta es la doctrina del Catecismo de la Iglesia Católica:

«Las promesas hechas a otro en nombre de Dios comprometen el honor, la fidelidad, la veracidad y la autoridad divinas. Deben ser respetadas en justicia. Ser infiel a ellas es abusar del nombre de Dios y, en cierta manera, hacer a Dios un mentiroso" (CEC2147).

San Agustín elogia los votos emitidos por los cristianos y les recuerda la obligación -y también la consiguiente alegría- de cumplirlos:

Como ya lo has prometido, ya te has atado y no te es lícito hacer otra cosa. Si no cumples lo que prometiste, no quedarás en el mismo estado que tuvieras si nada hubieses prometido. Entonces hubiese sido no peor, sino mejor tu estado. En cambio, si ahora quebrantas la fe que debes a Dios -Él es libre de ello-, serás mas feliz si se la mantienes” (9).

Los votos y las promesas se pueden dispensar en algunas ocasiones. El Código de Derecho Canónico especifica los siguientes modos:

«Cesa el voto por transcurrir el tiempo prefijado para cumplir la obligación, por cambio sustancial de la materia objeto de la promesa, por no verificarse la condición de la que depende el voto o por venir a faltar su causa final, por dispensa y por conmutación» (CIC 1194).

Pecados contra segundo mandamiento

El cristiano ha de sentirse orgulloso de su Dios, por lo que siente la necesidad de respetar y venerar su nombre. Al mismo tiempo, tiene la facilidad de recurrir a Él para mostrar su veracidad, tomándole corno el testigo mas cualificado de su vida. Pero también puede caer en la tentación de prescindir de Dios y faltarle al respeto que se le debe. Entonces se inicia la ruta del pecado. Estos son los pecados mas frecuentes contra el segundo mandamiento:

1. Abusar del nombre de Dios. Tiene lugar cuando se usa el nombre de Dios sin reverencia alguna y se pronuncia con ligereza y sin necesidad. La santidad de Dios exige no recurrir a él por motivos fútiles (CEC2146; 2155).

2. Blasfemia: Es la injuria directa de pensamiento, palabra u obra contra Dios y los santos. La blasfemia contra Dios, la Virgen y los Santos es un pecado mortal muy grave. El Apóstol Santiago reprueba a «los que blasfeman el hermoso Nombre de Jesús que ha sido invocado sobre ellos» (Sant 2,7). Como enseña el Catecismo de la Iglesia Católica:

«La blasfemia se opone directamente al segundo mandamiento. Consiste en proferir contra Dios -interior o exteriormente- palabras de odio, de reproche, de desafío; en injuriar a Dios, faltarle al respeto en las expresiones, en abusar del nombre de Dios... la prohibición de la blasfemia se extiende a las palabras contra la Iglesia de Cristo, los santos y las cosas sagradas. Es también blasfemo recurrir al nombre de Dios para justificar prácticas criminales, reducir pueblos a servidumbre, torturar o dar muerte» (CEC2148).

La blasfemia es un pecado especial mente grave. De ordinario, se lo cataloga como un «pecado intrínsecamente malo». Es decir, una blasfemia es siempre y de suyo un pecado mortal de excepcional gravedad.

3. Sacrilegio: Es la profanación o lesión de una persona, cosa o lugar sagrado (CEC2120).
Se comete pecado mortal cuando se profana una cosa sagrada, por ejemplo, si un cáliz consagrado se usa para fines profanos. También cuando no se administran bien o se reciben sin las condiciones debidas cualquiera de los Sacramentos. Un sacrilegio especialmente grave es la recepción de la Eucaristía en pecado mortal. El Papa Juan Pablo hizo estas serias advertencias:

Frecuentemente se oye poner de relieve con satisfacción el hecho de que los creyentes hoy se acercan con mayor frecuencia a la Eucaristía. Es de desear que semejante fenómeno corresponda a una auténtica madurez de fe y de caridad. Pero queda en pié la advertencia de San Pablo: «El que come y bebe sin discernir el Cuerpo del Señor, come y bebe su propia condenación» (1 Cor 11,26). «Discernir el Cuerpo del Señor significa, para la doctrina de la Iglesia, predisponerse a recibir la Eucaristía con una pureza de espíritu que, en caso de pecado grave, exige previa recepción del sacramento de la Penitencia. Sólo así nuestra vida cristiana puede encontrar en el sacrificio de la cruz su plenitud y llegar a experimentar esa «alegría cumplida» que Jesucristo prometió a todos los que están en comunión con Él» (10).

4. Perjurio. Se peca mortalmente cuando se jura en falso. Mentir al jurar se denomina «perjurio». El «perjurio» es siempre pecado mortal, pues equivale a poner a Dios por testigo de la mentira (CEC 2150-2153).

5. Incumplimiento de los votos. Se peca cuando no se cumplen los votos y promesas hechas a Dios. Especialmente grave pueden ser los pecados cometidos cuando no se observan los votos del estado religioso (CEC 2102-2103).

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NOTAS:

1 A partir de entonces, el pueblo de Israel venera el nombre de Dios hasta límites inusuales, pues, con el tiempo, los israelitas dejan de nombrar a “Yahveh” y le llaman “Elohim” o “Adonai” (Señor). Por ello, cuando la Biblia se traduce a la lengua griega só1o se menciona el nombre “Kyrios” (Señor=Adonai). Más tarde, se le denomina “Jeovah”. Este término es el resultado de un curioso truco de palabras: se toman las vocales de “Adonai” y las consonantes de Yahveh y resulta el nombre de Jeováh. Este nuevo nombre no significa nada. Todavía hoy, el judío, cuando en la lectura de la Biblia tropieza con el término “Yahveh”, automáticamente, lee «Jeováh».
2 San AGUSTÍN, Sermón sobre el Señor en el monte II, 5.19. PL 34, 1278.
3 Algunos prefieren hablar de “santo” en lugar de “sacro”, dado que lo “sacro” también figura en otras religiones. Aquí no entramos en esas teorías.

4 El Código de Derecho Can6nico determina: «Se han de tratar con reverencia las cosas sagradas destinadas al culto mediante dedicación o bendición, y no deben emplearse para un uso profano o impropio, aunque pertenezcan a particulares. (c.1171) El Código legisla acerca del modo de adquirir estos objetos sagrados (c. 1269) y afirma que incurre en penas can6nicas quien “profane una cosa sagrada” (c. 1376).
5 J. GUITTON, Memoria de un siglo, en J. ANTUNEZ ALDUNATE, Crónica de Las ideas. Ed. Encuentro. Madrid 200 I, 28.

6 Pablo VI, Discurso al II Congreso Internacional del Apostolado de los Laicos, «Ecclesia» 1362 (1967) 1561.
7 San AGUSTÍN, Sermón 180, VI. 7. PL 38.975.

8 Santo TOMÁSDE AQUINO, Suma Teológica 11-11, q. 89, a. 4.

9 San AGUSTÍN; Carta a Armentario y a Paulina 127,8. PL 33, 487.

10 JUAN PABLO II, Confesión y Comunión. Audiencia 18-IV-1984, “Ecclesia” 2172 (1984) 535.


EL TERCER MANDAMIENTO: SANTIFICAR LAS FIESTAS

Dios desea que el pueblo tenga muy claro que Él es el Señor de todo lo creado, por lo que debe dedicar un día para el culto divino.

Por Aurelio Fernández

La observancia del sábado fue un precepto especialmente recordado y urgido a los judíos en el Antiguo Testamento. La narración del Génesis, que relata la creación del mundo en seis días, hizo que Israel conservase muy fresco y apremiante el mandato de Yavéh de observar el descanso del sábado. De este modo, la guarda del «Shabat» judío aparece reiteradamente urgida en la Biblia. Desde la promulgación del Decálogo, este mandato se formula así: «El día séptimo será día de descanso completo, consagrado al Señor» (Ex 31,15).
Con este precepto, Dios desea que el pueblo tenga muy claro que Él es el Señor de todo lo creado, por lo que debe dedicar un día para el culto divino: El sábado es un «día consagrado al Señor». Al mismo tiempo, se manda el descanso de todo tipo de trabajo, Lo que servirá de ayuda para el que hombre no desgaste en exceso sus fuerzas. De ahí que el sábado tenga dos fines de honda raíz teológica y antropológica: ocuparse religiosamente del culto a Dios y desocuparse del agobio del trabajo para dedicarse a tareas que le faciliten un descanso creador (CEC 2172).

Con el tiempo, la moral judía apremió la obligación de no trabajar hasta el punto que se prohibía coda clase de labores, llegando a considerar el descanso como un peso abrumador, casi como nueva esclavitud. Por eso Jesús condena el rigorismo de los fariseos y sentencia que «no es hombre para el sábado, si no el sábado para el hombre» (Mc 2,27).

Después de Pentecostés, el sábado judío se convirtió muy pronto en el domingo cristiano. La razón mas poderosa que motivó el cambio del sábado al domingo fue el hecho de la resurrección de Cristo. Es claro que el acontecimiento fundamental del cristianismo debía influir incluso en la elaboración del nuevo calendario. Desde muy pronto, los cristianos celebraban con gozo la resurrección del Señor. Al principio, guardaban el sábado como verdaderos observantes judíos, y, al mismo tiempo, celebraban también la Eucaristía el «primer día de la semana», es decir, el domingo. Pero ya desde finales del siglo I tenemos noticias de que los cristianos judíos habían abandonado la practica del sábado y celebraban solo el Domingo, al que denominaban «día primero de la semana», “día del sol” y «día del Señor».

La Iglesia urge con suma insistencia la importancia del domingo para la vida del creyente. El Concilio Vaticano II enseña:

La Iglesia, por una tradición apostólica que trae su origen del mismo día de la resurrección de Cristo, celebra el misterio pascual cada ocho días, en el día que es llamado con razón “día del Señor” o domingo. En este día, los fieles deben reunirse a fin de que, escuchando la pasión, la resurrección y la gloria del Señor Jesús y den gracias a Dios, que los hizo renacer a la viva esperanza por la resurrección de Jesucristo de entre los muertos (1 Petr 1,3). Por esto, el domingo es la fiesta primordial, que debe presentarse e inculcarse a la piedad de los fieles, de modo que sea también día de alegría y de liberación del trabajo. No se le antepongan otras solemnidades, a no ser que sean, de veras, de suma importancia, puesto que el domingo es el fundamento y el núcleo de todo el año litúrgico” (SC 106).

Asimismo, el Papa Juan Pablo II, con fecha 31-V-1998 publicó la Carta Apostólica «Dies Domini», en la que trata extensamente de la importancia del Domingo.

El texto de Vaticano II y la Carta «Dies Domini» destacan las siguientes verdades respecto al origen y sentido del domingo cristiano:

-su origen es de tradición apostólica y enlaza con el mismo día de la resurrección de Jesucristo; de aquí su nombre de “día del Señor”;

-es un día dedicado a que los bautizados recuerden su vocación, para que den gracias por haber sido salvados y a que se empleen en la instrucción religiosa y en la plegaria cristiana, especialmente en la participación de la Eucaristía;

-el domingo es la fiesta primordial del calendario cristiano; por eso es un día dedicado a la piedad y a la alegría cristiana;

-finalmente, el domingo, para cumplir todos esos objetivos, se ha de dedicar al descanso, por lo que se prohíbe el trabajo.

Pecados contra el tercer mandamiento

En relación a la observancia del domingo y de los días festivos, el Código prescribe las siguientes obligaciones:

«El domingo y las demás fiestas de precepto los fieles tienen obligación de participar en la Misa, y se abstengan además de aquellos trabajos y actividades que impidan dar culto a Dios, gozar de la alegría propia del día del Señor o disfrutar del debido descanso de la mente y del cuerpo" (c. 1247).

a) Respecto a asistir a fa Eucaristía

El Catecismo de la Iglesia Católica concreta que “los que deliberadamente faltan a esta obligación (asistir a la Santa Misa) cometen un pecado grave” (CEC 2181). Por consiguiente, quien no asiste a la Eucaristía el Domingo o las Fiestas peca mortalmente, a no ser que tenga una causa justa que le dispense de esta obligación.
a) Respecto al descanso

El Catecismo de la Iglesia Católica recoge la doctrina del Código y explica que se prohíben los trabajos que «impiden dar el culto debido a Dios», es decir, asistir a la Misa y otros trabajos penosos, o sea, los que son impedimento para vivir “la alegría cristiana” u obstaculizan «el debido descanso de la mente y del cuerpo» (CEC 2185).
Esta doctrina se reitera en diversas enseñanzas de los Papas y de los obispos. Juan Pablo II la repite en la Encíclica
Ecclesia de Eucharistia, en donde resume su magisterio anterior:

«Sobre la importancia de la Misa dominica! y sobre las razones por las que es fundamental para la vida de la Iglesia y de cada uno de los fieles, me he ocupado en la Carta Apostólica sobre la santificación del domingo Dies Domini, recordando, además, que participar en la Misa es una obligación para los fieles, a menos que tengan un impedimento grave, lo que impone a los Pastores el correspondiente deber de ofrecer a todos la posibilidad efectiva de cumplir este precepto.

Mas recientemente, en la Carta Apostólica Novo millennio ineunte, al trazar el camino pastoral de la Iglesia a comienzos del tercer milenio, he querido dar un relieve particular a la Eucaristía dominical, subrayando su eficacia creadora de comunión. Ella –decía- es el lugar privilegiado donde la comunión es anunciada constantemente. Precisamente a través de la participación eucarística, el Día del Señor se concierte también en el día de la Iglesia, que puede desempeñar así de manera eficaz su papel de sacramento de unidad» (EdE 41).


El Tercer Mandamiento revela la importancia de rendir culto a Dios, dedicando una parte de nuestro tiempo para la oración y agradecimiento de las bondades recibidas.

La obligación semanal

Domingo significa “día del Señor”. Y que haya un día del Señor es una consecuencia lógica de la ley natural (es decir, de la obligación de actuar de acuerdo con nuestra naturaleza), que exige que reconozcamos nuestra absoluta dependencia de Dios y agradezcamos su bondad con nosotros.

Por otra parte, sabemos que en la práctica es imposible para el hombre mantenerse en constante actitud de adoración, y es por ello natural que se determine el tiempo o tiempos de cumplir este deber absolutamente necesario. En relación con esta necesidad se ha señalado un día de cada siete para que todos los hombres, en todos los lugares, rindan a Dios ese homenaje consciente y deliberado que le pertenece por derecho.
Yahvé dijo en la ley: “Mantendrás santo el día del Señor”. “De acuerdo”, replicamos, “pero, de qué modo?”. La Iglesia, en la tarea legisladora que su Fundador le confió, contesta a esa pregunta diciendo que, sobre todo, santificaremos el día del Señor asistiendo al santo Sacrificio de la Misa. La Misa es el acto de culto perfecto que nos dio Jesús para que, con Él, pudiéramos ofrecer a Dios la alabanza adecuada.

Por sacrificio se entiende aquí el ofrecimiento a Dios de una víctima que se destruye, ofrecida en nombre de un grupo por alguien que tiene derecho a representarlo. El sacrificio ha sido la manera como el hombre, desde sus orígenes, ha buscado rendir culto a Dios. El grupo puede ser una familia, un pueblo, un clan, una nación. El sacerdote puede ser el padre, el patriarca o el rey; o, como señaló Dios a los hebreos, los hijos de la tribu de Leví. La víctima (el don ofrecido) puede ser un cordero, una paloma, unos granos o unos frutos. Pero todos estos sacrificios tienen una carencia original: ninguno es digno de Dios, en primer lugar, porque Él mismo lo ha hecho todo, todo es suyo.

Sin embargo, con el Sacrificio de la Misa, Jesús nos ha dado una ofrenda realmente digna de Dios, un don perfecto de valor adecuado a Él: el don del mismo Hijo de Dios, consustancial al Padre. Jesús, el Sumo y Eterno Sacerdote, se ofreció a Sí mismo como Víctima en el Calvario, de una vez para siempre, al ser ejecutado por los romanos. Pero nosotros no estábamos ahí, al pie de la Cruz, para unirnos con Jesús en su ofrenda a Dios.
Por esta razón, el mismo Señor nos dejó el santo Sacrificio de la Misa, en el que el pan y el vino se mudan en su propio Cuerpo y Sangre, separados al morir en el Calvario, y por el que renueva incesantemente el don de Sí mismo al Padre, proporcionándonos la manera de unirnos con Él en su ofrecimiento, dándonos la oportunidad de formar parte de la Víctima que se ofrece. En verdad, no puede haber modo mejor de santificar el día del Señor (y, por cierto, también de santificar los otros seis días de la semana), que participando en la Misa.
Todos y cada uno de los instantes de nuestra vida pertenecen a Dios. Pero Dios y su Iglesia son muy tolerantes con nosotros. Nos dan seis días de cada siete sin establecer nada fijo, un total de 168 horas a la semana en que trabajar, recrearnos y dormir. La Iglesia es muy tolerante incluso con el día que reserva para Dios. De lo que es pertenencia absoluta de Dios nos pide solamente una hora: la que se requiere para asistir al santo Sacrificio de la Misa. Las otras 167 Dios nos las retorna para nuestro uso y recreación. Dios agradece que destinemos más tiempo exclusivamente a Él o a su servicio, pero la única obligación estricta en materia de culto es asistir a la Santa Misa los domingos y fiestas de precepto.

Si pensamos un poco en lo anterior, comprenderemos por qué es pecado mortal no ir a Misa los domingos. Captaremos la radical ingratitud que supone la actitud del individuo “tan ocupado” o “tan cansado” para no ir a Misa, para dedicar a Dios esa única hora que Él nos pide; esa persona que, no contenta con las ciento sesenta y siete horas que ya tiene, roba a Dios la única que Él se ha reservado para Sí. Esa actitud refleja una falta total de amor, más aún, de un mínimo de decencia. No hay derecho a supeditar esa ocasión maravillosa de unión con Cristo y alabanza a la Trinidad por nuestras acomodaticias justificaciones.

Omitir la Misa nos coloca en el papel de quien no comprende ni su significado, ni su importancia, ni el desdén que comporta su omisión. Quizá nos ayude saber que en las épocas de mayor fervor (por ejemplo, en el tiempo de los primeros cristianos), no era necesario obligar a los cristianos a asistir a Misa, puesto que ya ellos lo consideraban un gran honor y la realidad más importante de su vida. Pero cuando por efecto del arrianismo y de las invasiones de los bárbaros se perdió ese espíritu primitivo, el Papa se vio obligado, en el siglo V, a decretar el precepto de la asistencia a Misa. Por esto la Iglesia juzga que, si ni de eso somos capaces, entonces no amamos a Dios y cometemos pecado mortal.

Condiciones de validez

La obligación de asistir a Misa implica que se asista a una Misa entera. Y esto significa que debe asistirse a ella desde el Rito Inicial: “En el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo”; hasta la Bendición Final y Despedida: “Podéis ir en paz”. Quien culpablemente omitiera una parte de la Misa, cometería pecado. Y éste sería venial o mortal, según la importancia de dicha parte. Por ejemplo, quien llegara a la Misa ya iniciado el Ofertorio -el ofrecimiento del pan y del vino, con las palabras: “Bendito seas, Señor, Dios del Universo...”-, tendría obligación de asistir en otra Misa a la parte que omitió, bajo pecado mortal. Y quien llegara a la hora de la Consagración tendría obligación grave de oír otra Misa entera. Lógicamente no se trata de llegar cada domingo a la Misa en el momento en que “no es pecado grave”, sino de cumplir con amor este precepto, participando en la Misa de principio a fin.

Además, tenemos que estar físicamente presentes en Misa para cumplir esta obligación. No se puede satisfacer este deber siguiendo la Misa por televisión o desde el atrio del templo cuando nos hemos fastidiado un poco porque se alargó el sermón. En alguna ocasión puede suceder que la iglesia esté tan repleta que no nos quede más remedio que estar fuera de ella, junto a la puerta. En este caso, asistimos a Misa porque formamos parte de la asamblea, estamos tan cerca como nos es posible, estamos físicamente presentes.

Además de la presencia física también se requiere que estemos presentes mentalmente. Es decir, debemos tener intención -al menos implícita- de asistir a Misa, y cierta idea de lo que se está celebrando. Aquel que, deliberadamente, se disponga a dormitar en la Misa o que esté platicando con el vecino todo el tiempo no cumplirá con el precepto. Las distracciones menores o las faltas de atención, si fueran deliberadas, constituyen un pecado venial. Las distracciones involuntarias son enfermedad incurable y, cuando luchamos por evitarlas, no suponen falta alguna.

Resulta claro que nuestro amor a Dios nos llevará a tener un nivel de aprecio de la Misa por encima de lo que es pecado. Nos llevará a llegar unos minutos antes de que se inicie la Misa, y a permanecer en el recinto sagrado para dar gracias luego de que termine. Nos llevará a unirnos con la Sagrada Víctima y a seguir con atención las oraciones de la Misa, ayudándonos con un Misal si nos es preciso. Nuestras omisiones solamente acontecerán cuando haya una razón grave: la enfermedad, tanto propia como de alguien a quien debamos cuidar, la falta de medios de transporte, o una situación imprevista y urgente que tengamos que resolver; en una palabra, la imposibilidad física o moral, o un grave deber de caridad.

Aparte de la obligación de asistir a Misa, este mandamiento nos exige que nos abstengamos de trabajos que impidan el debido descanso y el culto a Dios. La Iglesia ha hecho del domingo un día de descanso por varias razones. La primera, para preservar la santidad del domingo y permitir que el hombre disponga de tiempo para el culto a Dios y dedicarse más fácilmente a la oración. La segunda, para que el hombre pueda atender más de lleno a su familia. Pero también porque nadie conoce mejor que ella (que es Madre) las limitaciones de sus hijos, criaturas de Dios; su necesidad de esparcimiento que los cure de la rutina diaria, de un tiempo para poder gozar de este mundo que Dios nos ha dado, lleno de belleza, recreo, compañerismo y actividad creativa.


 



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2 PRIMERA REUNIÓN DE MINISTROS EN MATERIA
4 PRIMERA REUNIÓN DE MINISTROS EN MATERIA


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