Domingo 28º tiempo ordinario, ciclo C
ORACIÓN DE ACCIÓN DE GRACIAS
por Enzo Bianchi
En el episodio evangélico de los diez leprosos curados por Jesús (Le 17, 11-19) se narra que sólo a uno de ellos el Señor le dirige estas palabras: «Tu fe te ha salvado» (Le 17, 19); se trata de aquel que, al verse curado, volvió sobre sus pasos para dar las gracias a Jesús. La fe cristiana es constitutivamente eucarística y sólo quien da gracias realiza la experiencia de la salvación, es decir, de la acción de Dios en la propia vida. Como la fe es relación personal de la vida entera con Dios, la dimensión de la acción de gracias no se refiere sólo a la forma de ciertas oraciones que hay que hacer, sino que debe llegar a impregnar el ser mismo de la persona. Es lo que pide Pablo: ¡Sed eucarísticos! (Col 3,15).
Aun siendo esencial, la acción de gracias no resulta nada fácil. Desde el punto de vista antropológico no forma parte del lenguaje espontáneo del niño. En efecto, dar gracias supone el sentido de alteridad, la puesta en crisis del propio narcisismo, la capacidad de entrar en relación con un «tú»; de hecho sólo se da las «gracias» a una persona. Es agradecido el que ha superado el falso autoconcepto de que «no le debe nada a nadie»; es agradecido el que reconoce que no puede disponer a su gusto de la realidad exterior ni de los otros. En la relación con el Señor la capacidad eucarística indica la madurez de fe del creyente, que reconoce que «todo es gracia», que el amor del Señor precede, acompaña y sigue a la propia vida. La acción de gracias brota de manera natural del acontecimiento central de la fe cristiana: el don del Hijo Jesucristo que Dios Padre, en su inmenso amor, ha hecho a la humanidad (cf. Jn 3, 16). El don salvífico suscita en el hombre el agradecimiento y hace de la eucaristía la acción eclesial por excelencia. «En verdad es justo y necesario, es nuestro deber y salvación, darte gracias siempre y en todo lugar, Señor, Padre nuestro, Dios todopoderoso y eterno, por Cristo, Señor nuestro». Esta formulación de los prefacios del Ritual romano indica con justeza el perenne movimiento del agradecimiento cristiano. Puesto que la eucaristía, en particular la plegaria eucarística, es el modelo de la oración cristiana, el seguidor de Cristo está llamado a hacer de su existencia un motivo de acción de gracias. En efecto, pregunta Pablo: ¿Qué tienes que no hayas recibido? (1 Co 4,7). Por tanto, a la gratuidad de Dios hacia el ser humano, responde el reconocimiento del don y la gratitud de este último. Podríamos decir que también el reconocimiento humano es don de Dios: «Debemos a Dios la gratitud de tener la gratitud», recita una oración de la liturgia hebrea.
La acción de gracias, en este sentido, es la modalidad espiritual a través de la cual el cristiano se relaciona con el mundo, con las cosas, con los demás. Por eso un gesto absolutamente vital como la comida cotidiana está siempre signado por una oración de acción de gracias. El agradecimiento a Dios en el momento de la comida (la «oración de la mesa») es una confesión de fe: expresa que son don de Dios tanto la vida como el sentido de la vida. La vida que la comida nos transmite, el sentido de la vida representado por la relación que vincula a las personas reunidas convivialmente en torno a la mesa común. La vida y el sentido de la vida se sintetizan en la eucaristía en la persona de Cristo viviente que se da como comida de vida eterna, recreando las relaciones de comunión entre los miembros de la asamblea. Al don de la vida plena en el Hijo, el cristiano responde dando gracias por haber sido creado y por haber recibido el don de la fe. Piénsese en la tradicional oración de la mañana: «Os adoro, Dios mío, y os amo de todo corazón. Os doy las gracias por haberme creado, hecho cristiano y conservado en esta noche».
Pero el cristiano responde al don de Dios, sobre todo, haciendo de su propia vida un don, una acción de gracias, una eucaristía viviente. La oración de acción de gracias no es solamente respuesta puntual a acontecimientos en los que se disciernen la presencia y la acción de Dios en la propia vida, sino que es la actitud profunda de una existencia que abre la propia trama cotidiana a la transfiguración del Reino que viene, hasta transfigurar la muerte en acontecimiento de nacimiento a una vida nueva. En el momento del martirio, la última palabra de Cipriano de Cartago fue: «Deo gratias»; Juan Crisóstomo concluye su agitada existencia con las mismas palabras de agradecimiento a Dios; Clara de Asís expiró tras haber rezado: «Te doy gracias, Señor, por haberme creado». Su vida se realizó como una eucaristía. Es verdad que la oración de acción de gracias toma en cuenta el pasado, lo que Dios ha hecho por nosotros, de modo que es retrospectiva y nace de la memoria; pero es igualmente verdad que abre al futuro, a la esperanza, y que se configura como la dimensión peculiar propia de vivir cristianamente el presente, el espacio mismo de la vida.
Palabras de vida interior, Salamanca : Sígueme, 2006 (Nueva alianza ; 198), 147-149
Monestir de Sant Pere de les Puel·les
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