GRUPO DE TRABAJO LECTURA COMPRENSIVA. EOE ARJONA
LA CASA INOLVIDABLE
Mi abuelo materno era una piedra fría, lleno de paciencia y silencio, a golpe de ternura su paso se hizo lento. De este abuelo recuerdo, al menos, dos incidentes.
Cuando yo tenía ocho años, íbamos sobre una mula
hasta un pueblo llamado Jute, el abuelo compraba bestias de carga
cada cuatro o cinco años. Eran tiempos de feria.
Cruzamos
muchas cercas que formaban parcelas, en una región cuajada
de piedras afiladas; a paso lento y pujando, la mula subió
hasta el altiplano donde estaba aquel pueblo.
Entre
sombras nocturnas y amarillentas luces, abordamos un extremo de Jute,
donde nacía la calle principal para llegar a casa de don
Teódulo, un viudo amable rodeado de
nietos. Llegaron tres hijas y Don Teódulo mandó a
preparar para nosotros una rápida cena.
Minutos después
con espumosas tazas de chicha, y fumando, el abuelo y
don Teódulo se aislaron de la familia para platicar de sus
tiempos.
Ellos se conocieron en el cuartel, entre trago y trago de chicha, don
Teódulo habló del teniente Carmelo Martínez, y
dijo que aquel militar estaba sepultado, allí, en Jute. Mi
abuelo al escuchar este nombre se estremeció y hasta la silla
tronó. Elevó el tono al preguntar
—¿Dónde
se encuentra? —Don Teódulo, indicó que estaba
enterrado en la esquina sur del cementerio local. Siguieron hablando
de aventuras juveniles y adivinanzas del cine mudo.
Al día
siguiente, antes del desayuno, mi abuelo se levantó muy
temprano, como lo hacía siempre. Pero, esta vez, su expresión
bonachona me pareció sospechosa porque despertó con
oídos desafinados. Muy indispuesto, me dijo:
—Aquí quédate que pronto regresaré —un segundo después cambió de actitud— Ven conmigo pues, pero camina rápido.
Recorrimos una orilla del pueblo para llegar al cementerio de Jute. Con los primeros claros del día, anduvo buscando nombres en cada cruz hasta encontrar una desteñida y podrida; se lanzó furioso sobre ella con tanto desprecio, que no paró, hasta que con su machete la hizo pedacitos. Ya cansado por el esfuerzo y la ira le brotó una risita entre enfermiza y triunfal cuando dijo
—Maldito teniente, me hizo la vida dura en el cuartel.
Mi abuelo regresó del cementerio amigable y rejuvenecido. Ya
en casa don Teódulo, dijo:
—Ni sentí cuando
ustedes salieron. —Mi abuelo no dio ninguna explicación.
Desayunamos juntos, y luego, ellos se fueron a la feria para negociar
la compra de bestias de carga. Mi abuelo compraba bestias jóvenes,
mientras que, don Teódulo buscó bestias viejas para
revender al zoológico de la capital como carne viva para los
leones.
En ese grupo se llevaron a la mula del abuelo. Se me
humedecieron los ojos, al mirar por última vez, aquella mula
vieja de ojos grandes y tristes.
El abuelo compró un caballo en el cual regresamos a casa, y también, trajimos una yegua barata que cojeaba de una pata delantera, y detrás en fila india venía su cría, un enclenque potrillo que tímidamente, caminaba como que iba en medio de una vereda de púas. Pasaron dos semanas después de la compra. La yegua ya no cojeaba y la probaron con una carga de leña.
Mi abuelo siempre madrugaba para hacer sus faenas agrícolas, apenas paraba cuando las nubes alargaban una tormenta, él regresaba hablando con la luna o pensando en ella. Por eso, desconocía lo que pasaba en su casa. Una noche, la abuela le contó mi última hazaña yo había encontrado un manojo de cohetes que el viejito guardaba para reventarlos en tiempo de fiesta. Encendí uno y el cohete salió disparado como un misil quebrando tejas.
El abuelo, al saberlo, me miró de cuerpo entero
—¡Aja! Con que esas tienes cabezón, —ya se
había lavado las manos para sentarse a cenar, y antes de comer
se las secó en mi cabeza y agregó— pues mañana
vendrás conmigo.
Y nuevamente, antes que saliera el sol,
iba yo montado esta vez en la yegua; no corrimos a galope tendido
porque la cría podía quedarse muy atrás y
perderse. Llegamos a la cumbre de sus terrenos, desde donde se miraba
cómo el viento regaba una alfombra de hojas secas. Mirando la
lejanía expandirse en colores plomizos, me atreví a
preguntarle si conocía los desiertos
—Nunca fui a conocer un desierto —respondió—, pero los puedo hacer cuando quemo basura antes de sembrar en esta tierra
Entonces me dio un machete pequeño.
—Úsalo —me dijo— hasta que se te revienten
las ampollas que te brotarán en esas manos traviesas; lo que
quiero es que bajes a cortar ramas secas, tan largas como puedas
cargarlas.
Me mantuvo en ese trajín de cortar, llevar y
amontonar madera en la cumbre hasta que después de tres horas
yo estaba sudando y cansado. Dejó que me sentara un momento,
nunca bajo la sombra, porque podría dormirme. Minutos después,
continuamos trabajando hasta llegar la hora del almuerzo. Sacamos de
un bolsón panes duros y una botella de agua, rápidamente,
comimos y seguimos construyendo una casita. Antes que el sol se
escondiera, sólo faltaba el techo. El viejo bajó por un
puñado de hojas secas; y de esa forma, ya habíamos echo
una casa pequeña. Me pidió los fósforos que me
había dado a guardar desde que salimos de su casa. Y
fríamente, quemó la casita. Me estremecí porque
me dolían las manos. Como yo observaba todo sin preguntar, me
miró a los ojos, y dijo:
—Ahora ya sabes lo que es un desierto y lo mucho que cuesta hacer una casa.
OSCAR
A. TOBAR
3 GRUPO DE TRABAJO CONJUNTO DEL OEASERTVIII
CURSO 9899 RELACIÓN DE PARTICIPANTES EN EL GRUPO
GRUPO DE EXPERTOS EN RESERVAS FICHA
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