PUBLICIDAD ELLA LA BELLA LA TRAIDORA MARÍA ALEJANDRA TORTORELLI

DOCUMENTO 11 JUSTIFICACIÓN DE LA PUBLICIDAD DE
26 LA PUBLICIDAD EN LA GAZETA DE CARACAS ADVERTISING
5 TEMA 7 LA PUBLICIDAD REGISTRAL DEL EMPRESARIO EL

ANOREXIA Y BULIMIA LA PUBLICIDAD ¿VÍCTIMA O CULPABLE? Mª
ANUNCIO DE CONTRATACION MEDIANTE PROCEDIMIENTO NEGOCIADO CON PUBLICIDAD DE
CAPÍTULO II DOCUMENTO CENEVAL A PUBLICIDAD A 1 DISEÑO

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Ella, La Bella, La Traidora



María Alejandra Tortorelli



Cuando en 1866, el francés Jules Chéret logró sintetizar lo pictórico y lo tipográfico en lo que sería el nacimiento del afiche, cuando el Moulin Rouge de Toulouse-Lautrec se exhibió en el Salon des Indepéndants en 1892 “como si” fuese un cuadro, el arte peregrinó fuera de sí mismo y devino extrañamente público. Desde entonces el virus de la comercialización industrializada comenzó a infiltrarse para nunca volver a desaparecer. He allí una permanencia. Cuando en los 60, el ingenio excéntrico de Andy Warhol, conduce el logo publicitario de las sopas Campbell, del ketchup Heinz o del detergente Brillo de las góndolas al espacio artístico; cuando, al mismo tiempo, Robert Rauschenberg inscribe y superpone, dentro del marco de “lo pictórico”, reproducciones fotográficas de la Venus de un Velázquez o de un Rubens junto a la imagen de un helicóptero, un camión, una llave, un mosquito, etc., la visibilidad de una otra cultura comienza a subir a la superficie. Desde entonces, dos sentidos de un mismo camino —comercialización del arte y estetización del mercado— hallan su ambiguo punto de convergencia. Los lugares, convengamos, ya no están en su lugar.


La técnica es implacable. Mientras acompañó el carácter único y perdurable de todas las cosas —desde un pan hasta una obra de arte— los conflictos fueron otros. Lo que en todo caso vino a alterar ese estado de cosas irrepetibles, singulares y perennes fue la reproducción técnica. Con la repetición, el estatuto del original llegó a su fin y, con él, el de toda una cultura allí fundada. Fue la posibilidad de la reproducción lo que transformó a la sociedad en una sociedad industrial, al arte en arte comercial y al objeto en producto. Mientras la imagen disfrutó de la quietud del original y de un soporte no repetible, la permanencia fue un valor. Duplicada y multiplicada, el codiciado original, el estatuto precioso de toda cosa, perdió su aura y, con él, su singularidad. La industrialización, la reproducción afectaron no sólo a la cultura del arte sino a la cultura toda. De las bellas artes a las “malas artes aplicadas”, de lo singular a lo seriado, etc., la revolución técnica de la imagen rompió la piedra y marcó otro rumbo. Desde entonces, el movimiento y la velocidad no han hecho más que acelerar virulentamente aquellos primeros atisbos de los dobles.


Los inmortales no se hacen fotos unos a otros. Dios es luz, sólo el hombre es fotografía, pues sólo el que pasa y lo sabe quiere perdurar. (Regis Debray) Nosotros, en cambio, vivimos como si fuéramos perennes: derrochando imágenes y construyendo edificios traslúcidos; produciendo y re-produciendo a toda velocidad aquello que está llamado a permanecer sólo un instante. Si hasta ayer fuimos un mapa trazado en la piedra, hoy somos una huella en el agua donde el “sitio” ni siquiera es un lugar. En esta superficie acuosa de pantallas líquidas, vale más una imagen en el aire que cien cascotes filosofales. De la era industrial a la post industrial, de la era de la reproductibilidad técnica a la digital (and counting), la imagen es original y la velocidad su soporte evanescente. Desde entonces, todo llega para irse y el consumo es, entre otras cosas, práctica cotidiana de nuestra propia consumación. En esta época donde la realidad se ha visto definitivamente inoculada por la imagen, el mundo es una sala de espejos donde todo es copia y original a la vez. El mimetismo es radical y nada ni nadie lamenta la pérdida de original alguno. Si la era de la Ilustración y el Enciclopedismo fue un mapa de márgenes precisas y territorios delimitados, la era visual post-(todo) se inscribe en el agua. Hoy se navega. Metáfora o no, la circulación de imágenes es tal que se requiere de otra lógica para interpretar sus mutaciones, transfiguraciones, ambigüedades y demás. La idea siempre corre más lenta que la imagen.

En esta vertiginosa imaginería colectiva que nos produce a la vez que nos devora, la publicidad es algo así como un mar de fondo o, mejor, un efecto de superficie. Colma nuestros espacios, recubre nuestros cuerpos, nos produce y reproduce a imagen y semejanza. Hasta la intención de sustraerse a su hegemonía se ha vuelto un signo diferencial publicitario: Sé vos mismo. Como fenómeno infinito, como presencia absoluta, la publicidad es, sin lugar a dudas, obligado referente de la iconografía de nuestra época. Más allá de su misión específica de promover productos y generar consumidores, ella se revela como una expresión de visibilidad extrema. Ella es, definitivamente, una práctica de la imagen y, como tal, a la vez que la fabrica de ella se alimenta. Circuito cerrado: imagen que se alimenta de la imagen. Mas, no cerrado sobre ella misma.

Si hubo un tiempo en que la publicidad germinó parasitaria en las márgenes de las bellas artes, hoy no necesita de margen alguna para emerger. Los publicitarios, esos nuevos “creativos”, casi por generación espontánea, florecen en un mar de éxitos. Es que hoy lo “parasitario” se ha vuelto original y las bellas artes no son ni tan bellas ni tan artes. Lo propio de este tiempo radica en no tener nada propio. Y la publicidad no sólo no es una excepción sino quizá el mayor exponente de semejante “pastiche” tecnológico y estético. Ella —la bella, la traidora—, todo lo “imita”: arte, cine, literatura, ciencia (hasta la “caca” hoy es dermatológicamente testeada). Mas, no siendo específicamente ninguna de ellas, lo es todas por igual gracias a una suerte de traslación iconográfica. De los tensioactivos (Skip Intelligent) a La Última Cena (Renault Clio2), de los Miró y los Van Gogh (Camel) a los lactobasillus (Serenísima), de Win Wenders (Reanult) a Dogma (Nike) las fronteras se diluyen. Superposiciones, montajes, collages, pastiches, sobreimpresiones, extrapolaciones de códigos, etc.; todas las narrativas, todos los recursos creativos están a su disposición y, de hecho, no los desaprovecha. Abreva en el arte, pero no es arte, abreva en el cine pero no es cine, en la literatura pero no es literatura, en la comunicación pero no es comunicación. Es que en la época de la “copia original” se puede ser todo por la imagen sin ser nada originalmente. Una vez más, el mimetismo es radical. Mas si la publicidad en todo abreva, o en casi todo; todo o casi todo se le termina pareciendo. Propagación, propaganda, publicidad: Arte espurio, comunicación bastarda o auténtica polimorfa?

Si algo produjo la repetición y la re-producción técnica fue la homogeneización de los productos. Lo que antes era diferente por el mero hecho de ser único, hoy se ha vuelto homogéneo por el mero hecho de ser 1+1+1+1+1... ad infinitum. Pero, si todos los productos son iguales, es evidente que el rasgo distintivo no ha de pasar por ellos mismos sino por toda la parafernalia iconográfica que a su alrededor se construye. Allí donde sólo hay semejanzas se vuelve imperioso crear diferencias. Y esta es la función que cumplió y cumple toda la investidura publicitaria y el imperio todo del diseño. En otras palabras, convertir un producto sustituible en un signo diferencial —signo diferencial que se inscribe no sólo en el producto, claro está, sino sobre todo en aquel que lo posee— es la consigna de base que sostiene y mueve a toda la creatividad publicitaria.

Es justamente en este marco del “derecho a la creatividad” que ciertos gestos de oposición persisten. La creatividad de “creativos”, se dirá, es una creatividad orientada, exclusivamente, a producir productos o, mejor dicho, a producir una diferencial en el producto. En otras palabras, es una creatividad lisa y llanamente concebida como una función de mercado. Del otro lado, la creatividad de “artistas” —cuya intencionalidad y fin, se dirá, reside en sí misma— le recuerda que la marca es un estigma. Así, si el artista está formado para la gratuidad del mensaje, por decirlo de algún modo; el creativo está formado para el éxito de venta. Si del arte se exige que sea una expresión desinteresada, una pura comunicación y la mayor de las provocaciones; de la publicidad se espera que sea complaciente y persuasiva. Clientes y consumidores, agradecidos. El producto de uno —si se lo puede llamar así— está en la expresión misma; el producto del otro, en las manos del consumidor y el bolsillo del cliente. Como “arte” por encargo —se dirá— el fin de la publicidad no está en producir eventos artísticos, culturales y/o comunicacionales sino en imprimir el logo que finalmente todo lo hace posible. Su creatividad meramente productiva resulta altamente condenable.

Dado el antagonismo, los “espurios” se defienden: hoy todo circula dentro de una estrategia de marketing: Nadie escribe un libro para guardarlo en el cajón del escritorio, nadie hace una película para mostrársela a su familia, nadie pinta un cuadro por el puro gozo del instante de gracia que la creación promete, etc., etc., etc. A la hora de sacar a luz la genuina expresión del artista, inevitablemente y necesariamente, se habrá de entrar en una lógica de la oferta y la demanda. En síntesis: el arte también es un producto y, como tal, se promueve. La equivalencia, convengamos, suena falaz y peligrosa. Por un lado, aplanar el territorio y emparejar las expresiones todas —desde Tinelli hasta Kuitca— bajo el manto de lo artístico y lo comunicacional es tan riesgoso como aplanarlo todo bajo el paradigma del marketing imprimiéndole a cada manifestación la misma intencionalidad de producir un producto para la venta. No sabemos, y probablemente cada vez sepamos menos, si la diferencia es suficiente pero, al menos, pareciera ser necesaria. Y, sin embargo, toda oposición siempre abre una hendija.

Más allá o más acá de las tradicionales condenas y/o absoluciones, más allá o más acá de las consabidas y renovadas resistencias, una franja de “híbridos” fenómenos, de manifestaciones ambiguas, de emergencias “parasitarias” renuevan cierto grado de incertidumbre a la vez que desafían nuestros clásicos criterios a la hora de interpretar la fugacidad de nuestra época. Una vez más, expresiones dislocadas señalan en ambas direcciones a la vez. Una vez más, el juego ambiguo de formas y des-formas desafían lo inerte. El efecto Warhol —ni expresionismo abstracto ni estética publicitaria; Pop —es ese punto de inflexión, esa fina línea entre el glamour y la mierda, como dice Barbara Kruger, donde “las propiedades de lo propio” —del arte y de la publicidad, en este caso— habitan bajo una misma mueca de gasto y de ironía. El efecto Warhol dispara en ambas direcciones: la cultura del consumo, por un lado, y el hermetismo autorreferencial de un arte que se supone a salvo, por el otro.

Si la publicidad —hija pródiga de la repetición, la reproducción, la velocidad y la imagen— es ella misma un producto corre los mismos riegos de aquello que promueve. Como los productos que, a fuerza de producirse, se han vuelto sustituibles, intercambiables, homogéneos; el mismo destino acecha a la publicidad. Luego, si ella no produce para sí una diferencia puede estar llamada a neutralizarse o a desaparecer en una masa homogénea de mensajes equivalentes y sustituibles. Un siempre más de lo mismo al mejor estilo de: El blanco más blanco, el vos también vas a brillar, el "Ser" vos mismo, el sé diferente, el todo va mejor con... Es aquí donde, ya no por una estrategia de mercado sino por un propio agotamiento de sus códigos, la publicidad (o aquello en que devenga) hoy busca para sí una suerte de un “más allá de la publicidad” en la publicidad misma. Cada vez más el producto es lo de menos. Como si el “producto” fuese, después de todo, el comercial mismo y el auto, la sopa o el jabón apenas una excusa para comunicar otra cosa. Cuando la “creatividad meramente productiva” se reproduce a sí misma provocando otra cosa, la publicidad vuelve sobre sí y se disloca. Las expresiones son mínimas más no por ello insignificantes.

Quizá sean el húngaro criado en NET Cork, Tibor Calman —creador del estudio de diseño Mico, editor de Colora, director de arte de Interview y Art Forum— y el italiano Oliverio Toscani— ideólogo y fotógrafo de Benetton que condenó la ética esvástica de la publicidad arremetiendo con un realismo sufriente— los dos referentes más elocuentes a la hora de ilustrar esta suerte de desplazamiento interno, de trasgresión inmanente al propio campo de la publicidad. Condenar desde afuera siempre ha sido sencillo. El mayor desafío, en todo caso, es encontrar las grietas en el muro, como sugería el propio Kalman, desde el interior mismo del productivismo exitoso. Sea como fuere, a favor o en contra, lo que es indiscutible es que ambos generaron dentro de la misma publicidad un corrimiento que no tendría retorno poniendo en evidencia que la creatividad, en todo caso, no es propiedad de una sola práctica y que su lugar de procedencia no es condición suficiente para su condena.

Muchos son los códigos que se han agotado; y no sólo en la publicidad. En muchos ámbitos del saber, el arte, la política, etc., la creatividad “productiva” —ese más de lo mismo— sólo atina a repetir modelos y a cristalizar estructuras aún cuando éstas ya han mostrado señales acabadas de tedio generalizado. Es cierto que, en la publicidad, fenómeno total y omnipresente si los hay, las expresiones diferenciales de creatividad son escasas. Pero también los son en el arte, en la política, la educación, etc., etc., etc. Lo cierto es que ninguna práctica tiene su dignidad garantizada, menos aún comprada. El arquitecto Sean Griffiths de FAT (Fashion, Arquitecture, Taste) rompe el espacioTaste not space (Gusto, no espacio) y lo hace desde dentro de la propia arquitectura. La agencia holandesa KesselsKramer desafía la lógica del mercado y crea una marca antes que el producto: La marca es “DO” y la consigna es “Hacé”, hacé algo con el producto, que el producto devenga un hacer y no un mero consumir. La “creatividad diferencial o creativa” —por llamarla de algún modo— aquella capaz de generar una provocación, de inscribir una diferencia, de producir un desplazamiento, más que una demanda regulada por la lógica del mercado es una exigencia y un desafío que a ella se sustrae. Si el ordenamiento, el saber, la grilla de inclusión/exclusión que alguna vez dio consistencia interna y legitimidad al arte y al museo como su lugar de representación hoy se ha agotado, ¿dónde tiene lugar “el arte”?

En estos días, el rostro de Jesús, actualizado según la estética imperante, y una nueva versión norteña de La Última Cena visitaron nuestra pantalla cotidiana. El Clío de Renault, nuevo vehículo de peregrinación, levantó una polvareda tan efímera como la imagen misma. Es que, cuando todo se ha vuelto imagen, ¿cuál es la más espuria? ¿Cuál le pertenece a quién y de qué modo? Comunicación y consumo, arte y publicidad, hasta la iglesia se ha vuelto un cliente. Nada está llamado a permanecer. Y para lo que ha de venir no hay mapa trazado de antemano.




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COMUNICACIÓN DE SOPORTE VÁLIDO DE PUBLICIDAD DE MEDICAMENTOS DE
CONFERENCIA Y EXPOSICIÓN SOBRE EL QUIJOTE EN LA PUBLICIDAD
CONGRESO NACIONAL DE DERECHO SANITARIO INFORMACIÓN SANITARIA VS PUBLICIDAD


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