RECUERDOS DE ALBURQUERQUE NOELIA RAPOSO MACÍAS (2º ACCÉSIT) “DE

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RECUERDOS DE ALBURQUERQUE NOELIA RAPOSO MACÍAS (2º ACCÉSIT) “DE

RECUERDOS DE ALBURQUERQUE


Recuerdos de Alburquerque, Noelia Raposo Macías (2º Accésit)


“De nuevo Sor María tocando diana... Parece que esta mujer es todo espíritu. Que la materia resbala por sus carnes. Pero aquí no se mueve nadie, que los años pesan mucho y los maitines son para las monjas. A buenas horas mangas verdes, que ya entra luz por la ventana y pronto debe salir el sol, aunque aquí en el asilo de Badajoz, sólo madrugan las monjas. Y como pesan los años... De joven, a esta hora, yo ya había ordeñado las vacas y pocos me cogían la delantera en el barbecho. Antes que cantara el gallo, ya me había levantado y había recortado una rebanada de ese pan tierno de Alburquerque, que parecía hecho de azúcar, había preparado los aparejos y a lomos de Centella había pasado muy cerca de esa joya histórica llamada Castillo de Luna.


─ ¡Vamos, Manuel, arriba, que hay que oír misa de siete... no seas perezoso...!


“Perezoso, yo... ¡Qué sabrá Sor María lo que es ser perezoso...¡ Perezoso yo, que de madrugada, después de ordeñar las vacas, ya estaba en la viña podando los sarmientos, cobijando las cepas, antes que el sol apareciera por el horizonte…”

El abuelo Manuel se levanta con mucho trabajo, mientras que Sor María le coloca lentamente, parsimoniosamente, la pierna ortopédica, fruto de aquel desgraciado accidente con el tractor, que estuvo a punto de costarle la vida. La monja es regordeta y en su cara quedan restos de la belleza de su juventud. El abuelo Manuel la mira de soslayo, como queriendo adivinar en su rostro alguna sombra de enfado.


─ Hermana, ¿iremos a Alburquerque esta semana...?

─ Ay Jesús, qué cruz, siempre pensando en Alburquerque, como si no hubiera más tierra en el mundo... ¿Tan mal le tratamos, aquí, en Badajoz...?


La residencia de ancianos se alza en una pequeña colina y a veces Manuel se sube a la azotea y con un viejo catalejo intenta otear el horizonte, como si de pronto pudiera aparecer ante sus ojos el Castillo de Luna o la iglesia de Santa María del Castillo.


─ ¿Cuándo vendrán a verme Alfonso y Mercedes...? –Y mis nietos ¡cuánto tiempo sin verlos...¡ Sor María, ¿ no han llamado esta semana mis hijos...?


La monja lo mira con dulzura y siente un nudo de angustia en la garganta. Hace tiempo que los hijos de Manuel no vienen a verlo y él se siente como un trasto abandonado que ya no sirve, como el resto de un naufragio en una playa solitaria...


─ Tomás, ¿jugamos al dominó...?


Tomás tiene una calva blanca y reluciente y una cara como de haberse pasado toda la vida detrás de un mostrador despachando recetas.


“Sor María debió ser guapa en su juventud, jolín y ¿qué hará aquí cuidando viejos?. Si me viviera la Esperanza, yo no estaría dentro de estas cuatro paredes. Y cuántas fatigas pasamos para sacar a nuestros hijos adelante. Pero era una mujer de carácter a la que nunca escuché quejarse. Ella se empeñó en que Alfonso y Mercedes tenían que estudiar, tanto sacrificio y después mira el pago que te dan. Pero peor es lo de Tomás, que sus hijos le dejaron con lo puesto en el asilo y se quedaron con la farmacia. Mal rayo los parta. Si todo es una cadena, que lo digo yo, y si no fuera por esta pierna ortopédica, cachis en la mar, que aquel accidente del tractor fue de lo más estúpido y después de todo, gracias a que puedo contarlo...”


─ Abuelo, ¿me cuentas cómo te pusieron la pierna ortopédica?

─ Niño, deja al abuelo ¿no ves que está cansado...?

─ Tate, tate, deja que el niño pregunte y a ver si venís a verme con más frecuencia.

─ Quieta, Esther, no tires al abuelo de la pierna.


“Felices vosotros, que a los trece años yo estaba con mi padre en el tajo, apretando la aguijada con la mano izquierda y agarrando la esteva con la derecha, abriendo surcos que empapaba con mi sudor...”


─ ¿Tomás, han venido a verte tus hijos...?

─ Mal rayo los parta...hace dos años que no vienen a verme.


Manuel sabe que ha pasado la Navidad y sus hijos tampoco han venido a verlo. Alfonso le llamó desde Nueva York y Mercedes desde Ibiza, pero él la Nochebuena se sintió más solo que nunca y lloró amargamente. La hermana María se dio cuenta de su llanto y le pidió que le ayudara a colocar las figuritas del Belén.

Por la noche las monjas prepararon un menú especial y Manuel se atrevió con una copa de coñac, entre mazapán y mazapán.


“Después de todo que más da una Navidad más en el asilo. La muerte llegará cuando Dios quiera y lo importante es que mis hijos vivan su vida. Yo soy feliz sabiendo que triunfan y sólo lamento que mi Esperanza no me acompañe en estos años de vejez. Aunque las monjas son unas santas y no sé qué hubiera hecho todos estos años sin Sor María. Ella me coloca la pierna ortopédica, me lava y me peina y aguanta mi carácter y mis maldiciones. Yo le digo muchas veces que con soportarme ya tiene ganado el cielo y ella sonríe, con esa sonrisa suya tan especial. También Tomás es buen amigo, aunque no consigo ganarle nunca al dominó, aunque para mí que hace trampas...”


─ Hermana, ¿iremos este año a las Fiestas de San Mateo...?

─ Pero Manuel ¿todavía tiene usted ganas de fiesta?


“Y no voy a tener ganas, si Alburquerque es la mejor tierra del mundo y por los inmensos campos, yo he brincado cuando era rapazuelo recogiendo flores para la Virgen...


─ ¿Tomás, otra partidita...?


En la inmensa sala los viejos vegetan, mientras esperan la muerte que llegará, lenta, sigilosamente. Las monjas cruzan los pasillos con agilidad, en un incesante trajinar, como si quisieran ganar el cielo con sus rezos y su abnegación. A veces, de la sacristía llega un rumor monocorde y después el silencio todo lo invade, como si el tiempo se hubiera detenido.

El abuelo Manuel sigue añorando el Alburquerque de su juventud, las tardes del pueblo en fiesta, cuando todos los vecinos acuden a la romería de la Virgen de Carrión, una tradición que se remonta a la Edad Media.

Y después, qué maravilla, el recogimiento pacífico y rendido de los crepúsculos del pueblo y el olor a uva en los lagares y el canto de los campesinos que volvían de los viñedos y pasaban con su somnoliento cansancio por los hermosos zaguanes, donde las viudas pensaban en sus muertos, que dormían muy cerca en el viejo cementerio, detrás de los corrales del ganado.


─ Hermana, ¿iremos a Alburquerque esta semana…?

─ Pero Manuel, es usted imposible, ¿no ve que el cielo amenaza tormenta?


“Tormentas a mí... Yo que a lomos de Centella, he caminado kilómetros y kilómetros, portando la uva de mi pueblo a los lagares, para fabricar el mejor vino de España... Tormentas a mí, que he soportado verdaderos diluvios, mientras conducía el ganado a la dehesa...”


El sordo retumbar de la tormenta sacude los oídos, mientras una chispa ilumina el horizonte. Huele a uva y espliego y el sabor de la Vendimia traspasa las gargantas, anunciando el mosto nuevo...


─ Hermana María, ¿has visto a Manuel...?


La hermana María tiene un oscuro presentimiento. Busca diligente por los pasillos, visita la sacristía, sube a la azotea. La tormenta acechante brama su furor a lo lejos y sin pensarlo dos veces, monta en el viejo cuatro latas del convento y cruza la carretera que conduce a Alburquerque. La lluvia cae con furia, como queriendo borrar la porquería y la miseria de este mundo. La hermana María sabe que no es la primera vez que el abuelo Manuel se ha escapado del asilo y haciendo autostop ha llegado a su pueblo, donde ha vagado por sus calles, recordando los lugares donde pasó su juventud.

Allá lejos, por el camino que conduce al Castillo de Luna y cerca de la tumba de Centella, la hermana María cree adivinar una sombra. Es el abuelo Manuel que se ha quedado dormido para siempre, con una dulce sonrisa en los labios, como si a lomos de su burrillo Centella, hubiera iniciado una larga singladura más allá de los confines del Universo...




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