François Rabelais
Gargantúa y Pantagruel
El
propósito requiere que contemos lo que les sucedió a
seis peregrinos que venían de San Sebastián, cerca de
Nantes, y que, para albergarse aquella noche, por miedo de los
enemigos, se habían escondido en el huerto, sobre los tallos
de los guisantes, entre las coles y las lechugas.
Gargantúa
se hallaba un poco sediento y preguntó si podrían
traerle lechugas para hacer una ensalada, y, sabiendo que allí
había las más grandes y hermosas del país,
porque eran tan grandes como ciruelos o nogales, quiso ir él
mismo a cogerlas y trajo en la mano las que le parecieron, y con
ellas, a los seis peregrinos, quienes tenían tanto miedo, que
no se atrevían a hablar ni a toser.
Al lavarlas en la
fuente, los peregrinos se decían en voz baja el uno al
otro:
—¿Qué podemos hacer? Nos estamos
ahogando entre las lechugas. ¿Hablaremos? Mas, si hablamos,
nos matará como si fuéramos espías.
Y,
mientras así deliberaban, Gargantúa los puso con las
lechugas en un plato de la casa tan grande como el tonel que tienen
en la abadía del Císter, y, con aceite, vinagre y sal,
se los comió para refrescarse antes de cenar; ya había
engullido cinco, y el sexto estaba en el plato, oculto todo él
debajo de una lechuga, excepto su bordón, que aparecía
encima. Gran Gaznate, al verlo, dijo a Gargantúa:
—Parece
un cuerno de caracol. No lo comas.
—¿Por qué?
—quiso saber Gargantúa—. Son buenos en este mes.
Y, tirando del bordón, sacó al propio tiempo al
peregrino, y lindamente se lo comió. Luego echó un gran
trago de vino seco y esperó que sirvieran la cena.
Los
peregrinos, así devorados, se alejaron de sus muelas tanto
como pudieron, creyendo que los habían encerrado en el foso de
una cárcel, y, cuando Gargantúa bebió el gran
trago, creyeron ahogarse en su boca; el torrente de vino los arrastró
casi hasta la cavidad del estómago; pero, no obstante,
saltando con sus bordones como hacen los peregrinos de
Mont-Saint-Michel, se pusieron a salvo metiéndose entre los
dientes. Pero por desgracia, uno de ellos, tanteando con su bordón
el terreno para saber si corrían peligro, dio un fuerte golpe
en la extremidad de una muela cariada e hirió el nervio de la
mandíbula, cosa que hizo que Gargantúa sintiera tan
agudo e insufrible dolor que se puso a gritar de rabia. Para que se
le calmara, se hizo traer su mondadientes y, escarbando con el grueso
nogal, sacó a los señores peregrinos
A uno lo
cogió por las piernas, a otro por los hombros, a otro por las
alforjas, a otro por la faltriquera, a otro por la faja, y por la
bragueta al pobre diablo que le había herido con el bordón;
pero tuvo mucha suerte porque le reventó un bulto infectado
que venía atormentándole desde que pasaron por
Ancenis.
Los peregrinos huyeron a toda prisa cruzando los
viñedos, y el dolor se calmó. En aquel momento le llamó
Eudemón para cenar pues todo estaba dispuesto.
—Me
voy antes a mear mi desgracia —dijo.
Meó tan
copiosamente, que la orina impidió el paso a los peregrinos y
viéronse obligados a atravesar el gran canal. Al pasar luego
por el lindero del bosquecillo, cayeron todos, menos Fournillier, en
una trampa que habían puesto para cazar lobos, de la que
escaparon mediante la industria del propio Fournillier, que rompió
todas las cuerdas de la red. Después de salir de allí,
pasaron el resto de la noche durmiendo en una cabaña cerca de
Coudray, donde fueron consolados de su infortunio con las buenas
palabras de uno de su compañía llamado Lesdaller.
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