CONFLICTO Y PAZ EN COLOMBIA CUATRO TESIS CON IMPLICACIONES

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2 RESPETO DE LOS DERECHOS HUMANOS EN LOS CONFLICTOS
8 CAMBIOS EN LA LENGUA EL CONFLICTO ENTRE LA

817 NORMAS DE CONFLICTO MATRIMONIALES DEL ART 92 DEL
ACERCA DEL CONFLICTO DE INTERESES Y LA PUBLICACIÓN REDUNDANTE1
Alzate-conflicto

GUERRA Y PAZ EN COLOMBIA: CINCO TESIS Y UNA HIPOTESIS





















CONFLICTO Y PAZ EN COLOMBIA: CUATRO TESIS CON IMPLICACIONES PARA LA NEGOCIACION EN CURSO


(Versión Preliminar)




Ana María Bejarano









CONFLICTO Y PAZ EN COLOMBIA: CUATRO TESIS CON IMPLICACIONES PARA LA NEGOCIACION EN CURSO


Ana María Bejarano


A lo largo de esta presentación quiero poner a consideración de ustedes cuatro hipótesis — acerca de la naturaleza del conflicto armado y de sus protagonistas, así como del tipo de proceso de paz que se ha llevado a cabo durante las dos últimas décadas en Colombia y de la relación entre paz y democracia —, la cuales, a mi juicio, tienen implicaciones para las perspectivas de las negociaciones actualmente en curso entre el gobierno colombiano y las guerrillas en ese país.



  1. La caracterización del conflicto: un conflicto político, de larga duración.




Quiero comenzar por definir el conflicto armado colombiano como un conflicto fundamentalmente “político”, en el sentido acuñado por Carl Schmitt en su Concepto de lo Político. El tipo de actores involucrados en las prolongadas negociaciones colombianas1 (que van desde 1982 hasta hoy), así como el tipo de demandas que han aparecido en los sucesivos acuerdos, dicen mucho sobre el carácter puramente “político” del conflicto colombiano. Es decir, que no se trata de un conflicto étnico (como en Guatemala), ni racial, ni lingüístico, ni religioso, ni de uno con contenido nacional — conflictos que se traducen y se tramitan por las vías de la política y de la guerra —, sino de un conflicto entera y exclusivamente político, vale decir, por el control del poder (v.gr. de los recursos, del territorio y de la población) entre élites y contra-élites cuya identidad y antagonismo se definen predominantemente de manera político-ideológica.2 Es decir que se trata de un conflicto originado ante todo y principalmente en la exclusión política.3


No debe extrañarnos, por lo tanto, que la historia del proceso de paz colombiano corra paralela con la historia de la reforma política. Desde 1982 hasta 1991 la política de paz estuvo inevitablemente ligada a la necesidad de llevar a cabo una profunda reforma del régimen político colombiano.4 La agenda de la reforma política ha incluído, entre otros, el desmonte de las restricciones del régimen político, la apertura de la competencia, la ampliación y mejoramiento del sistema de representación, la entrada de nuevas fuerzas, el ensanchamiento de los mecanismos de participación política, etc. Es notorio que incluso en las propuestas lanzadas durante las negociaciones con la guerrilla de las FARC (que no sólo es la más grande, sino la que más se ufana de tener una amplia base social campesina), la reforma política ha ocupado siempre un lugar preponderante y sólo en segundo lugar aparecen propuestas de reforma agraria o desarrollo regional, además de una serie de vagas referencias al tema de la pobreza y la desigualdad.5 Esto parece reconfirmar mi hipótesis sobre el carácter puramente político del conflicto colombiano.




La reforma política se inicia durante el gobierno de Betancur y culmina con la nueva constitución de 1991. Con algunos ajustes, modificaciones y mejoras que todavía están pendientes, el grueso de la reforma de los partidos, el sistema de partidos y el sistema electoral se logró en la década que va de principios de los 80s a comienzos de los 90s. Esto le plantea un reto inmenso al futuro de la negociación con las guerrillas que permanecen activas: políticamente hablando, ¿qué queda por reformar? ¿Qué más se puede negociar?


Me interesa plantear como hipótesis que, dado que durante las últimas dos décadas se ha avanzado grandemente en la reforma política (entendida como reforma de las organizaciones y de los canales de acceso al poder del estado),6 ésta ya no constituye uno de los nudos centrales de la negociación presente y por venir. Sin embargo, el conflicto político continúa. Lo que parece surgir entonces como tema central de la negociación en materia política, no es ya el acceso al estado, sino la conformación y ejercicio del poder político. Lo cual quiere decir que avanzamos en niveles de profundidad que van más allá de las instituciones formales del régimen y tienen que ver más directamente con el estado mismo, con su estructura interna (tanto horizontal como vertical) y su relación con la sociedad.7



En América Latina, sólo el caso de Guatemala (donde el conflicto duró más de tres décadas), se acerca al caso colombiano donde el conflicto armado contemporáneo (es decir, sin contar la época llamada de “La Violencia”), tiene más o menos 36 años de duración (1965 – 2001). En El Salvador y en el Perú el conflicto armado duró doce años; en Venezuela cinco. La duración del conflicto tiene un efecto importante sobre las posibilidades futuras de una reinserción exitosa y duradera; independientemente de las condiciones jurídicas, políticas y socio-económicas en que se dé esta última, un conflicto corto tiene un menor impacto sobre el tejido social, sobre el régimen político y sobre el estado mismo, que un conflicto largo.


La destrucción del tejido social es menos grave y menos honda en un conflicto corto que en uno largo, y por lo tanto su reconstrucción debe ser más rápida y más fácil. Las heridas de la guerra son menos profundas, de allí que sea viable la reconstrucción a corto y mediano plazo de relaciones de mutua confianza entre los actores anteriormente enfrentados. Esto tiene a su vez un impacto jurídico: entre más corto y menos degradado sea el conflicto, más viables políticamente son las medidas jurídicas tendientes a la reconciliación (las amnistías o los indultos, por ejemplo). Por el contrario, los conflictos largos tienden a degradarse y a producir heridas irreparables en la sociedad; por eso las medidas tendientes al perdón y la reconciliación tienden a ser a la vez más drásticas y menos susceptibles de ser aceptadas por todos los actores del conflicto (véase por ejemplo la controversia en torno a las amnistías y las comisiones de la verdad tanto en El Salvador como en Guatemala). Los conflictos largos tienden a ahondar y a reafirmar los rasgos autoritarios de los regímenes políticos, de tal manera que al final, el régimen puede ser más difícil de modificar en un sentido democrático si el conflicto ha sido demasiado prolongado. Finalmente, en cuanto al estado, los conflictos largos tienden a deteriorar aún más aquellos aparatos del estado claves para la construcción de la paz y la consolidación democrática (el aparato de justicia, por ejemplo).


De tal manera que, independientemente de las demás condiciones, la larga duración del conflicto armado debe ser contada en sí misma como una de las características propias del conflicto colombiano que entorpecen la negociación y la reinserción de la guerrilla en el caso colombiano.



  1. Caracterización de los protagonistas: Múltiples, Fragmentados y Crecientemente Autónomos


Ahora bien: se trata entonces de un conflicto político y prolongado, entre múltiples fuerzas que a su turno se hallan profundamente fragmentadas. Claramente, el caso colombiano no responde a la idea de un conflicto bipolar, es decir, la guerra civil. En términos muy generales, en Colombia la guerra se desarrolla entre, al menos, tres actores armados: el Estado, la guerrilla y los paramilitares. Sin embargo, ninguno de ellos actúa en la realidad como un actor unitario y coherente. “Por fragmentación entendemos que en su interior cada uno de los campos, el Estado y la insurgencia [pero también los paramilitares] están divididos y en ocasiones polarizados.”8 (Palacios, 1999: 355).


La fragmentación de los actores sociales y políticos es una constante en la historia de Colombia. Sin embargo, creo que no es equivocado decir que ésta se ha intensificado gracias el surgimiento y desarrollo del tráfico de drogas: la penetración del narcotráfico y sus múltiples ramificaciones en las esferas de la economía, la sociedad y la política colombianas, así como la lucha contra las drogas, han contribuído a fragmentar aún más al Estado, han dividido a la guerrilla y han llevado a la proliferación de lo que los colombianos llamamos “los paramilitares”. La fragmentación funciona como una especie de juego de espejos que se repite sin comienzo ni fin: la sociedad esta fragmentada, los actores políticos están fragmentados, las guerrillas fragmentadas, los paramilitares fragmentados y todo eso contribuye a la mayor fragmentación interna del Estado que a su vez retroalimenta los procesos de fragmentación de los demás.


La fragmentación del Estado


La presidencia de la república (más que el poder ejecutivo mismo) ha jugado un rol protagónico en lo que tiene que ver con las políticas de paz desde 1982 hasta hoy. Desde el gobierno de Belisario Betancur, la presidencia ha liderado el cambio (dentro del Estado mismo) en la percepción del conflicto armado, ha formulado políticas de paz, ha sido el motor detrás de las negociaciones y de las reformas llevadas a cabo en estos últimos veinte años. Por eso cuando suceden crisis que afectan predominantemente a la rama ejecutiva del poder (como fue el caso durante el gobierno de Samper), entonces se ven afectadas todas las políticas que de él dependen, incluída por supuesto la política de paz.


El liderazgo del Ejecutivo en materia de paz ha llevado a una proliferación de instancias especializadas en el tema de la paz dentro de la Presidencia de la República, que se refleja en el complejo organigrama de las diversas comisiones de paz, de verificación, de diálogo, etc., las Consejerías Presidenciales para la Paz, los Derechos Humanos, la Seguridad y la Convivencia, y más recientemente, los Altos Comisionados para la Paz, los Derechos Humanos. Esta proliferación de instancias comienza con lo que muchos llamaron críticamente la “comisionitis” bajo el gobierno Betancur (Ramírez y Restrepo, 1988). En ese entonces, se trataba de comisiones más o menos informales, de buena voluntad, convocadas por el Ejecutivo pero sin funciones oficiales, que actuaban como comisiones consultivas para aconsejar al Presidente en materia de paz y en algunos casos se desdoblaban como comisiones mediadoras, negociadoras o verificadoras de los acuerdos de paz. El presidente Barco (1986 – 1990) fue uno de los más duros críticos de esta “comisionitis”; en su opinión, hacía falta “institucionalizar” la acción de estos organismos de buena voluntad, asignarles funciones específicas así como delimitar su jurisdicción. De esta crítica surgió la primera Consejería de Paz (una abreviación de la llamada Consejería para la Normalización, la Rehabilitación y la Reconciliación) creada en 1986. Desde 1986 en adelante, pese a la institucionalización introducida por Barco con esta primera Consejería, lo que hemos presenciado es la multiplicación ad infinitum de las consejerías presidenciales en todos los temas posibles, además de la paz: la Consejería para Medellín, la Consejería para Bogotá, la Consejería de Derechos Humanos, la Consejería para Asuntos Internacionales, la Consejería para la Política Social, la Consejería para Asuntos Económicos, la Consejería de Seguridad y Convivencia Ciudadana, la Consejería para la Mujer y la Familia, etc… Las Consejerías forman una suerte de estructura paralela a los Ministerios, con una diferencia: normalmente los Consejeros son mucho más cercanos al Presidente y tienen acceso más fácil a él que los Ministros, y son nombrados en las Consejerías atendiendo criterios a veces meritocráticos, a veces personales, pero en todo caso distintos a los criterios político-partidistas con que se nombran los Ministros del Gabinete. Adicionalmente, las Consejerías cuentan con un personal bien calificado, con la infraestructura y con el apoyo presidencial suficiente como para convertirse en verdaderos formuladores de política en sus diversos temas, en franca rivalidad con los Ministerios. En algunos casos, incluso, se ha llegado a hablar de enfrentamientos y rupturas entre el Consejero y el Ministro que se ocupan del mismo tema, debido a la rivalidad que los enfrenta a la hora de formular política o de asesorar al Presidente en ciertas coyunturas específicas. En otras ocasiones, símplemente se llega a una cordial división del trabajo: mientras que la Consejería se ocupa de unos temas (la paz, por ejemplo), el Ministerio correspondiente (en este caso el del Interior) se desliga de esos temas y se dedica a otros: la negociación política con el Congreso o con los otros niveles (regionales y locales) del estado. En todo caso, el hecho es que los temas de la paz, la reconciliación, los derechos humanos, la seguridad y la convivencia han dado origen a una estructura paralela a los Ministerios del Gabinete dentro del poder ejecutivo, y han creado una compleja red de organizaciones burocráticas encargadas de lidiar con estos temas, distinta a la que existía antes de 1982.


Pese a tal crecimiento en el aparato burocrático de la presidencia de la república, su eficacia no ha aumentado de manera simultánea. La capacidad de negociación del Ejecutivo con otras ramas del poder para lograr sus objetivos (en especial con el Congreso) se ve seriamente impedida por la debilidad y fragmentacion de los partidos. La historia del fracaso de la reforma política durante el gobierno de Virgilio Barco (1986 – 1990) habla por sí misma. No deja de ser paradójico que un presidente liberal, con una amplia mayoría liberal en el Congreso, haya obtenido tan escasos resultados en sus esfuerzos reformistas por la oposición del legislativo. La paradoja se resuelve al observar la situación interna de los partidos colombianos signada por la fragmentación extrema.


La creación de las comisiones durante el gobierno de Betancur pone en evidencia que el Congreso no es percibido como el foro donde deban ser debatidas cuestiones tan importantes como la paz: o bien porque no se percibe como suficientemente representativo de la opinión nacional (y entonces hay que crear estos órganos de representación paralela, las comisiones), o bien porque los parlamentarios se encuentran tan ocupados en la atención de los intereses locales y regionales, que no tienen la capacidad para atender los asuntos de carácter eminentemente nacional.9 Así, en lugar de que el Congreso asuma su rol como el foro democrático por excelencia, para los temas de la guerra y de la paz, es necesario crear una serie de comisiones paralelas (de paz, de diálogo nacional, etc.), que aspiran a proveer una mejor representación de la opinión pública nacional y a convertirse en las catalizadoras de un debate nacional sobre estos temas cruciales para la nación. Excepto por pequeñas comisiones mediadoras, negociadoras y verificadoras, con funciones muy particulares, específicas y acotadas en el tiempo, la creación y multiplicación ad infinitum de todas esas otras comisiones hablan por sí mismas del déficit de representación que sufre el parlamento colombiano.


Ahora bien: es cierto que el Congreso coopera en ciertas coyunturas, como cuando aprobó la ley de amnistía de 1982. Pese a que el Presidente Betancur no tenía una clara mayoría en el Congreso, logró la aprobación de una ley que tenía, claramente, un interés nacional. El Congreso se hubiera mostrado innecesariamente contrario a la voluntad nacional de paz si en esa coyuntura no hubiera apoyado, como lo hizo, los esfuerzos presidenciales para abrirle camino al proceso de paz con las guerrillas.


Otras veces, simplemente delega en el poder ejecutivo la formulación de una serie de políticas, bien sea por la via de otorgarle facultades extraordinarias al Presidente (lo cual no hace más que ahondar los rasgos presidencialistas del sistema), o bien obligándolo a legislar por la via extraordinaria, mediante decretos de excepción, en materias de justicia, narcotráfico y orden público sobre todo. En cuanto a ésto, resulta contundente la sentencia de la Corte Suprema de Justicia, del 16 de mayo de 1991, mediante la cual se revisa un decreto legislativo promulgado por el Gobierno bajo estado de sitio, mediante el cual se modificaba y complementaba la legislación de la Justicia de orden público. Por la importancia de su aseveración, vale la pena citar la sentencia in extenso: “En anteriores ocasiones se ha apuntado cómo la proliferación de las normas de excepción constituye uno de los síntomas más graves de la crisis institucional del país. En este sentido se ha anotado cómo el Congreso debe reasumir su tarea insoslayable de ejercer la función legislativa. Un analítico y desprevenido análisis de la legislación a cargo del Congreso indica que su abstención para afrontar la consideración y solución de los fundamentales problema públicos ha creado la nutrida normatividad de emergencia, como en los decretos que se refieren al terrorismo,narcotráfico y ahora la jurisdicción de orden público. En momentos en que avanza el estudio de la reforma del estatuto fundamental por la Asamblea Nacional Consituyente, es oportuno que ella tenga en cuenta que es sobre el vacío de legislación ordinaria del Congreso que surge el poder legiferante del Presidente de la República”.


Se trata, no sólo de que el Congreso bloquea al Presidente en ciertas materias como la reforma del régimen político, sino que también se rehusa a cooperar y abandona de plano su función legislativa en ciertos temas cruciales como las medidas para enfrentar el narcotráfico, el terrorismo y la necesidad de apuntalar el sistema de justicia frente a estos desafíos. Por lo tanto, no es sólo el bloqueo explícito de ciertas medidas (como la reforma política durante el gobierno de Virgilio Barco) lo que deja tanto qué desear del desempeño del Congreso: es también su omisión en el tratamiento de ciertos temas cruciales para el futuro de la nación. ¿Por qué se desentiende el Congreso de estos temas y delega toda la formulación de política en manos del Presidente? No es este el lugar para iniciar un estudio a fondo del órgano legislativo, tema que ya hemos abordado en otras investigaciones. Pero es posible sintetizar aquí al menos dos ideas que tienen que ver con estas deficiencias del Legislativo: en una dimensión puramente operativa y logística, hemos anotado cómo el Ejecutivo se encuentra mucho mejor dotado de los recursos humanos, técnicos y materiales para emprender la tarea de formular política sobre una serie de temas que desbordan la capacidad del Congreso. Por otro lado, sin embargo, también hemos encontrado que dado el sistema electoral actual, donde cada parlamentario (incluídos los senadores) es elegido por un pequeño número de votantes usualmente concentrados en una misma región, los incentivos electorales obligan a los congresistas a responder a intereses particulares, locales y regionales, e impiden la formación de una representación nacional, que sea capaz de abordar temas de mayor envergadura, en el Congreso.10


En síntesis: la formulación e implementación de las políticas de paz a lo largo de los últimos 18 años han estado, predominantemente, en manos del poder ejecutivo. Esto ha conducido a una proliferación de instancias especializadas en los temas relativos a la paz y a la complejización del aparato institucional de la Presidencia de la República, en ocasiones en abierto conflicto con los Ministros del Gabinete.


El Congreso de la República, por razones complejas que no cabe anotar aquí, ha abandonado su papel como el foro democrático por excelencia que debería desempeñar. En consecuencia, muchos de los debates sobre la guerra y sobre la paz se dan en otros foros paralelos (como las comisiones de paz), creados con el fin de reemplazar las insuficiencias percibidas en el Congreso de la República.


En cuanto a su labor legislativa, encontramos el siguiente comportamiento por parte del Congreso: en ciertas coyunturas y dado que el tema no resulte inconveniente para la reproducción electoral de sus miembros, el Congreso ha cooperado eficazmente con el Gobierno en materia de paz, como en el caso de la aprobación de la ley de amnistía en 1982 o la ratificación de los protocolos adicionales a los Convenios de Ginebra sobre los derechos humanos. En otras ocasiones, notoriamente cuando se trata de formular políticas de orden público, especialmente la política criminal, de justicia especial o antinarcóticos, el Congreso ha delegado esta función en el ejecutivo bien sea mediante el otorgamiento de facultades extraordinarias, bien sea por simple omisión, lo cual obliga al gobierno a legislar mediante decretos de emergencia. Finalmente, el Congreso ha ejercido su poder para bloquear las iniciativas del Gobierno especialmente cuando se trata de reformar los mecanismos de acceso a y las formas de ejercicio del poder público, es decir, cuando se ha tratado de la reforma política. En parte como respuesta a esta estrategia de bloquear sistemáticamente la reforma política surgió la coalición que finalmente hizo posible la convocatoria de una asamblea constituyente y la redacción de una nueva constitución. Pese a ello, sin embargo, en las elecciones transcurridas desde 1991 en adelante, la clase política tradicional recuperó el control del Congreso y ha seguido ejerciendo, aunque con algunos matices, la función de bloquear o al menos morigerar el ánimo reformista del Ejecutivo.


Las Cortes, por su parte, han intervenido en materia de políticas de paz predominantemente a través del control de constitucionalidad. El control de constitucionalidad (ejercido anteriormente por la Corte Suprema de Justicia y a partir de 1991 por la Corte Constitucional) le permite a las Cortes ejercer una función de control sobre los actos del ejecutivo (decretos) así como del legislativo (algunas leyes). Puesto que el Ejecutivo, en cabeza del Presidente, ha liderado la formulación de políticas de paz a través de sus poderes legislativos (delegados o de emergencia), el control de las Cortes se ha dado ante todo frente a los actos del Ejecutivo. Sin embargo, las restricciones que la Constitución de 1991 introdujo al estado de sitio (ahora llamado de conmoción interior), han restringido las potestades del Presidente com legislador de excepción lo cual ha obligado al Gobierno a negociar más extensamente con el Congreso sus políticas. Por su parte, la Corte Constitucional (creada en 1991) ha ejercido un control mucho más activo que la Corte Suprema de Justicia sobre todo en lo referente a los estados de excepción. Visto el conjunto de las sentencias expedidas por las Cortes frente a las medidas que hemos considerado como parte de la política de paz, es posible concluir que el poder judicial participa de manera “negativa” en el diseño de las políticas de paz, en el sentido de indicarle los límites constitucionales de su acción a un Gobierno que en ocasiones puede tender a extralimitarse.


En lo que toca al estado, sin embargo, la fractura fundamental en torno al conflicto armado y su solución es aquella que divide a civiles y militares. El dilema fundamental que han enfrentado todos y cada uno de los gobiernos colombianos entre 1982 y el 2000 es el de la contradicción entre una política de paz que descansa usualmente en los sectores civiles del estado, especialmente en el aparato de comisiones y consejerías de la Presidencia de la República, y una política de orden público que le otorga más poder y más capacidad de acción a los sectores del estado interesados en una salida por la fuerza. La contradicción de alguna manera resulta inevitable no sólo por la política de “paz parcelada” que se ha adelantado en los últimos 18 años, sino también por la existencia de otros actores armados, distintos a la guerilla (narcotraficantes, autodefensas, paramilitares, escuadrones de la muerte, etc.) que deben ser enfrentados simultáneamente por el estado. Al agudizarse el contexto de la guerra, la balanza tiende a inclinarse hacia las consideraciones de “orden público”: justicia especial o de emergencia, fortalecimiento de las Fuerzas Militares, ampliación de su autonomía y de sus prerrogativas, etc. En este sentido, el contexto mismo alimenta y agudiza una división latente en el estado entre aquellos que se inclinan por las soluciones reformistas y negociadas, y aquellos que ven la solución únicamente en la capacidad de aniquilar al opositor armado gracias al uso de la fuerza.


Las Fuerzas Militares, siguiendo su tradicional “subordinación con autonomía” frente al poder ejecutivo, acatan (de dientes para afuera) pero no comparten la política de paz del gobierno civil. Es decir, en la mejor tradición hispánica, “se obedece pero no se cumple”. En las pocas ocasiones en que se expresa abiertamente el desacuerdo por parte de los líderes de las fuerzas militares, en boca de los Ministros de Defensa o Comandantes de las Fuerzas Armadas, se provoca una especie de conflicto con el gobierno civil en el que aparentemente éste último sale triunfante: durante el gobierno de Betancur el desacuerdo entre el Presidente y su Ministro de Defensa, General Fernando Landazábal Reyes, terminó en la destitución del segundo. Durante el gobierno de Samper, el desacuerdo entre el Presidente y el Comandante de las Fuerzas Armadas, General Harold Bedoya, culminó con el retiro del segundo. Sin embargo, la oposición de las fuerzas armadas frente a la política de paz se expresa de manera mucho más permanente y dramática a través del respaldo tácito y en ocasiones la abierta promoción de los grupos paramilitares por parte de oficiales de niveles alto y medio. Se trata de una oposición de hecho, en la acción y no en el discurso, a cualquier política que implique la negociación con los grupos guerrilleros. Esta estrategia, desplegada por las Fuerzas Armadas desde comienzos del gobierno Betancur 11, no sólo ha minado de manera profunda las posibilidades de éxito de una política de paz formulada e implementada por la parte civil del poder ejecutivo, sino que ha conducido al país en una espiral creciente de degradación del conflicto hasta una verdadera crisis humanitaria


La incapacidad del gobierno civil para subordinar a los militares y asegurar la implementación de las políticas de paz diseñadas por el poder Ejecutivo, observada desde el gobierno de Belisario Betancur, sigue siendo un obstáculo inmenso. La fragmentación y dispersión de los partidos y la enorme dificultad que ella supone para una eficaz cooperación entre el poder Ejecutivo y el poder Legislativo, ha significado un obstáculo adicional en ciertas coyunturas y frente a ciertos temas. Por su parte, las Cortes han actuado como un dique de contención, fijando los límites del radio de acción del poder ejecutivo, señalando las contradicciones entre un estado constitucional y los intentos de transgredir sus límites en función de las difíciles circunstancias que enfrenta el gobierno. Por último, el debilitamiento que ha sufrido el conjunto de las instituciones, es decir, el estado colombiano, como fruto de tantos años de enfrentamiento no sólo con los grupos guerrilleros sino desde hace dos décadas con el poder de los traficantes de drogas, se suma a las condiciones anteriores para dificultar su acción en términos del logro de la paz.



La fragmentación de la guerrilla


La diversidad de la guerrilla colombiana es conocida. En algún momento, a finales de los ochenta, se podían contar al menos ocho grupos guerrilleros (FARC, ELN, EPL, M-19, PRT, MAQL, CRS, MIR-Patria Libre), con diferentes orígenes sociales, proyectos político-ideológicos, estructuras organizacionales, tácticas de guerra, arraigos regionales, tipos de relación con la población, etc. La diversidad ha dado origen a varias tipologías e intentos clasificatorios interesantes, como si se tratara de un laboratorio de experimentos insurgentes12.


El problema, en realidad, no es la diversidad, sino su incapacidad para confluir en un solo frente a la manera del FSLN (Frente Sandinista de Liberación Nacional) en Nicaragua, el FMLN (Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional) en El Salvador o la URNG (Unión Nacional Revolucionaria Guatemalteca) en Guatemala. La incapacidad de construir un frente único no sólo le dificultó a la guerrilla colombiana el ganar la guerra, sino que también le ha impedido hacer la paz. La fragmentación del polo guerrillero ha tenido un impacto negativo sobre las posibilidades de alcanzar una negociación y una reinserción exitosas y, por el contrario, ha obligado a la realización de procesos de paz parcelados y escalonados en el tiempo. En tales condiciones, mientras que se negocia con unos grupos y se les ofrecen las condiciones para la reinserción, el estado debe simultáneamente continuar la confrontación con los demás. Si bien tal política ha permitido desactivar una serie de grupos y disminuír relativamente la intensidad del conflicto13, es claro que está muy lejos de constituír una política satisfactoria a los fines de conseguir una paz firme y duradera.


La diversidad del fenómeno paramilitar


El tercer actor, los llamados “paramilitares”, son en realidad un conglomerado de grupos de diversa índole que en realidad sólo comparten un atributo común: el que han tomado las armas no en contra sino a favor de un supuesto orden económico, social y político que dicen defender. También tienen, supuestamente, un enemigo común: la guerrilla y sus alidados.


Pero se trata, en realidad, de una colección de grupos muy dispares en su conformación social (desde campesinos hasta sicarios contratados), en sus apoyos (algunos campesinos se organizan por su propia cuenta, otros cuentan con el apoyo de los hacendados de la zona, otros están claramente vinculados al narcotráfico, otros son simple y llanamente apéndices del ejército, otros surgen a iniciativa del políticos locales o regionales, y tantos otros, dependiendo de la región específica, resultan de alianzas entre algunos de los anteriores), y en sus tácticas y estrategias: mientras que algunos pueden todavía calificarse como “autodefensas” en el sentido original de la palabra, muchos otros son ya ejércitos móviles que van a la ofensiva y que no defienden legítimamente a ningún grupo social. Una cosa es clara: a diferencia de los paramilitares directamente creados y agenciados “desde arriba” por los establecimientos militares del cono sur, por ejemplo, en Colombia el fenómeno paramilitar es mucho más diverso, más descentralizado, más “privatizado” y autónomo con respecto al estado. Es decir que, aún con la cooperación explícita de sectores dentro del ejército, los paramilitares colombianos tienen un orígen más “societal”, por decirlo de alguna manera, su orígen viene más “desde abajo”. Es por eso que su eliminación es mucho más compleja también.


Comenzaron a surgir a principios de los años ochenta como resultado de dos factores: por un lado, surgieron los grupos que a iniciativa de los narcotraficantes, buscaban defender a los grandes capos, sus familias y sus fortunas emergentes, del secuestro y la extorsión ejercidas por las guerrillas. El caso de los orígenes del MAS es un claro ejemplo. Por el otro, a partir de 1982, básicamente a raíz de la formulación de una política de paz por parte del Presidente Betancur, algunos sectores dentro del ejército manifestaron su oposición a la política de negociación iniciada por el gobierno civil mediante la formación de escuadrones encargados de combatir clandestinamente a la guerrilla con la cual se había entablado una negociación a sus ojos ilegítima. De estas dos fuentes, el narcotráfico y la oposición militar a la política de paz, se nutrieron los primeros experimentos paramilitares.


El inusitado crecimiento de éstos a lo largo de las dos últimas décadas14 tiene que ver, en mi opinión, con la creciente erosión del estado colombiano y su incapacidad para monopolizar el uso legítimo de la fuerza, lo cual ha sido llamado por algunos el “colapso parcial” del estado colombiano.


El cambio más significativo en lo que toca al fenómeno paramilitar, aparte de su inusitado crecimiento, es el intento de centralizar la diversidad de grupos paramilitares alrededor de una estructura única central, las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) en torno a la figura de Carlos Castaño. Segun sus propias afirmaciones, las AUC no controlan totalmente a todos los grupos que en Colombia caben bajo al denominación “paramilitar”. Sin embargo, el proyecto de centralización avanza rápidamente.


La creciente autonomía


El otro rasgo fundamental de los protagonistas del conflicto armado colombiano, en particular de las guerrillas y de los paramilitares, es su creciente autonomía. Tanto los grupos guerrilleros como los paramilitares han ganado creciente autonomía con respecto tanto a los centros de poder internacionales (v.gr. ni la guerrilla depende de Cuba, Nicaragua, Vietnam, la URSS o China, ni los paramilitares dependen de EEUU como la “Contra” nicaraguense), como a los grupos sociales internos (a no ser aquellos muy localizados que están directamente asociados con los grupos armados: hacendados, narcotraficantes, campesinos cocaleros). Esta autonomía, a mi modo de ver, está relacionada con la capacidad de estos actores de extraer rentas del negocio del tráfico de drogas.


Tal autonomía tiene consecuencias profundamente negativas sobre las posibilidades de una salida negociada del conflicto: por un lado, los actores internacionales no tienen palancas de influencia sobre la situacion interna. Ni Cuba, ni los EEUU tienen la capacidad de influir sobre los protagonistas del conflicto colombiano como si la tuvieron en el caso salvadoreño, por ejemplo. Por el otro, y más grave aún, los propios actores armados (guerrillas y paramilitares) no tienen que rendirle cuentas a los grupos sociales relevantes dentro del pais. Puesto que no dependen de su apoyo para sobrevivir y crecer, actúan con plena autonomía tanto de grupos específicos como de la sociedad en general. Esta es mi explicación al enigma de la ineficacia de los 10 millones de votos por la paz y de las masivas marchas de ciudadanos contra la guerra y por la paz en Colombia: los aparatos de la guerra, cada vez más divorciados de la sociedad y cada vez más autónomos, se pueden dar el lujo de desconocer las preferencias de la sociedad y de despreciar los juicios que ella emite acerca de sus acciones. Ya no parecen importar para nada los cálculos de legitimidad política: sólo cuentan los cálculos de acumulación de poder en términos de ocupación territorial, control de población, acumulación de fuerza militar y número de bajas. La política ha dejado de ser una variable interesante.


Las transformaciones de los actores y del conflicto en los años 80 y 90 están sin duda estrechamente relacionadas con la bonanza del narcotráfico. El impacto del narcotráfico cambia la magnitud del conflicto en los años 80. No solo porque le da alientos a los paramilitares, sino que también se convierte en fuente inagotable de recursos para la guerrilla mientras que, simultáneamente, contribuye a la espiral de debilitamiento del Estado. Agudiza la fragmentación de los actores, aumenta los grados de autonomía de los aparatos de guerra y agrava el debilitamiento del estado; en suma, profundiza la guerra y hace más difícil la consecución de la paz.



3. Un proceso de paz parcelado y escalonado en el tiempo: reflejo de la naturaleza del conflicto y de los actores




Como resultado del tipo de conflicto y del tipo de actores que se han descrito sintéticamente en los dos puntos anteriores, Colombia ha vivido a lo largo de los últimos dieciocho años un proceso de paz también “prolongado”. Además de prolongado ha sido “parcelado”, escalonado en el tiempo, parcial e incompleto.


En buena medida, es debido a la propia fragmentación de los grupos guerrilleros y a su competencia interna, que el proceso de paz colombiano ha tenido que desarrollarse de manera parcelada y escalonada, con las consecuencias (positivas y negativas) que ésto conlleva.


Entre sus consecuencias positivas, está, sin duda, la negociación exitosa con cinco grupos guerrilleros significativos (M-19, PRT, EPL, MAQL y CRS) y la reincorporación a la vida civil de unos 4,000 combatientes. La reducción de la diversidad en la gama de grupos guerrilleros activos es también un resultado derivado de lo anterior que favorece las negociaciones futuras.


ORGANIZACION

FECHA DEL ACUERDO

# DE

DESMOVILIZADOS

M-19

Marzo 1990

900

PRT

Enero 1991

200

EPL

Febrero 1991

2000

MAQL

Mayo 1991

157

CRS

Abril 1994

433

FrenteF. GARNICA

Junio 1994

150

COMANDOS ErnestoRojas (CER)


25

TOTAL


3,865

Fuente: Marco Palacios (1999 : 362). [Nota: No he incluído las milicias de Medellín por considerar que se trata de un fenómeno de naturaleza enteramente diferente].


Entre 1989 y 1994 negociaron todos los movimientos guerrilleros de la segunda generación15 y un importante grupo surgido en los años 60 (el EPL). Hoy por hoy permanecen activas las FARC (1966) – una guerrilla agrarista-comunista - y el ELN (1965) una guerrilla foquista pro-cubana rejuvenecida gracias a la incorporación de un discurso cristiano radical a finales de la década de los 60.


El problema fundamental del modelo de paz parcelada y escalonada en el tiempo es la continuación de la guerra con unas organizaciones mientras se adelantan negociaciones con otras. Esta compleja situación, sumada a la necesidad de combatir simultáneamente al narcotráfico, no deja de plantearle límites y contradicciones serias a una política de paz coherente. Mientras que por un lado se trata de tender la mano y hacer las aperturas necesarias para que unos contendores políticos se sientan incentivados a negociar y finalmente a entrar en el juego de la política legal, por el otro se cierran puertas, se imponen drásticas medidas de orden público, en algunos casos se restringen algunos derechos (el caso de la justicia regional) para combatir a los enemigos del estado que desbordan sus ofertas de negociación (v.gr. los grupos guerrilleros que insisten en el enfrentamiento y las organizaciones de narcotraficantes). Esto le impone al estado colombiano un dilema ineludible y lo obliga a actuar de manera “esquizofrénica”. Un contexto tan complejo como el del conflicto colombiano se convierte así en fuente de dualidades dentro del estado: mientras que un sector del Estado se especializa en la negociación y en abrir las puertas de entrada, otro sector implora la necesidad de legislación de excepción, de mayores poderes de emergencia y de restricciones para impedir que otros actores como el crimen organizado le ganen la batalla al estado.


Adicionalmente, al cerrarse cada etapa de la negociación con un grupo guerrillero, en ese proceso que hemos denominado escalonado, se escala también el nivel de las concesiones exigidas por parte del estado para la reincorporación: mientras que el M-19 y el EPL negociaron luego de un cese al fuego, las actuales conversaciones deben hacerse en medio de la guerra y el cese al fuego es un prerequisito ya inpensable. Mientras que el M-19, el EPL, el Quintín Lame y el PRT centraron la negociación en torno a una amplia reforma política que se concretó en la nueva constitución de 1991, hoy la agenda incluye una enorme cantidad de temas más allá y por encima de la reforma política. Al subir cada escalón se elevan los niveles de exigencia no sólo en torno a las condiciones de la negociación sino, sobre todo, en el contenido mismo de la agenda a negociar.



Existe alternativa al modelo de paz parcelada y escalonada?


El de Belisario Betancur es el primer gobierno que propone y lleva a cabo un cambio fundamental en la manera de percibir el conflicto armado y en la forma de concebir las salidas para el mismo. Se trata no sólamente de un cambio en el discurso: definitivamente, se trata también de un cambio de actitud liderado por la Presidencia de la República, que se traduce lenta pero progresivamente en un cambio en la manera de enfrentar, desde el Estado, tanto el conflicto como la búsqueda de la paz. Para bien o para mal, Belisario Betancur inaugura un nuevo período en la historia de Colombia, y todo lo que ha sucedido en este país en materia de paz desde entonces está necesariamente referido a ese cambio, simbólico y discursivo, pero también real, en la forma de percibir y de tratar el problema del conflicto armado interno. De Betancur para acá han pasado ya 18 años y ha corrido “mucha agua (más bien podríamos decir sangre) debajo del puente”; cada gobierno se ha esforzado por plantear el dilema de la paz (negociación versus pacificación a la fuerza) de diversa manera y ha luchado por diferenciarse frente a sus antecesores introduciendo nuevas figuras burocráticas o haciendo uso de nuevas herramientas jurídicas o políticas. En lo fundamental, sin embargo, todos, sin excepción, se han mantenido dentro del marco fijado por Betancur: el conflicto armado es fruto de condiciones internas (políticas, sociales y económicas) que deben ser enfrentadas a la par con la búsqueda de una salida negociada con los grupos guerrilleros. El legado de Betancur en este sentido es tan fuerte que, ni siquiera en los peores momentos de crisis del modelo de paz negociada (1985-1986, 1992-1994, 1996-1998), ninguno de los gobiernos siguientes se ha atrevido siquiera a cuestionar la deseabilidad, viabilidad o conveniencia de una salida negociada y a plantear que la solución puede ser otra, la militar tout court, tal como fue planteado por el antecesor de Betancur.16


Es indudable que todos los gobiernos desde 1982 han mantenido un hilo de continuidad que se extiende desde Betancur hasta nuestros días, quizás en respuesta a una opinión pública que rechaza sistemáticamente a los proponentes de salidas por la fuerza (Landazábal, Maza Márquez, Bedoya) y premia electoralmente a los más decididos y audaces proponentes de la paz negociada (incluído nuestro actual presidente, Andrés Pastrana).Lo cual no deja de ser curioso dados los niveles de violencia y el grado de exasperación de la población con los niveles de violencia y deterioro institucional. La pregunta central que surge al realizar este balance es: existe una salida alternativa al modelo de paz Belisarista?



  1. El debate acerca de la relación entre paz y democratización: una hipótesis


Puestas en perspectiva, las condiciones para alcanzar una reinserción exitosa pueden dividirse en dos subgrupos o categorías. Se trata de dos subconjuntos de condiciones que hacen posible no sólo la desmovilización de la guerrilla y su conversión en movimiento o partido político, sino ante todo su perduración en el tiempo y su consolidación en tanto oposición política legítima, viable y duradera. Las primeras, absolutamente necesarias para garantizar la desmovilización y la transición en el corto plazo, son reformas constitucionales y legales que están directa y explícitamente relacionadas con el régimen político, el sistema electoral y el sistema de partidos. Se trata de ampliar el sistema y bajar las barreras de entrada al mismo para hacer atractiva la transformación del aparato armado en movimiento o partido político legal. En segundo lugar, existe otro conjunto de condiciones, más del largo plazo, que tienen que ver con la reforma del Estado (particularmente con la reforma de la justicia y de las fuerzas de seguridad) que pueden afectar profundamente las posibilidades de consolidación de una oposición de izquierda duradera y significativa dentro de la sociedad política de estas naciones post-conflicto. Mientras que las primeras se refieren a la democratización del régimen, las segundas se refieren a la reconstrucción del Estado que resulta indispensable para la consolidación tanto de la oposición como de la democracia. Ambas, por supuesto, son condiciones políticas en el sentido más amplio. Pero mientras que las primeras están directamente relacionadas con la reforma del sistema político-electoral, las segundas se refieren a la reforma y reestructuración del aparato del Estado.


El primer conjunto de condiciones: la democratización del régimen político


En todos los casos donde ha habido reinserciones exitosas resulta evidente que hay una relación “simbiótica” entre la solución del conflicto armado, por un lado, y la transición y consolidación de la democracia, por el otro (Arnson, 1999: 2). Por supuesto que las demandas específicas y los acuerdos negociados a lo largo del proceso de paz, tienen un contenido particular en cada caso dada la historia del conflicto armado en cada país y las razones hipotéticas o reales que llevaron a ciertos actores políticos a tomar el camino de la insurgencia armada. Pero en general sigue siendo válido afirmar que la liberalización y la democratización del régimen político es requisito sine qua non para garantizar el éxito de los acuerdos y el inicio de la reinserción de los actores armados rebeldes.


Resulta obvio que la negociación y la reinserción exitosa de un actor armado en el proceso político de una nación requiere, como condición necesaria e indispensable, la democratización del régimen político. En caso de encontrarnos ante un régimen autoritario, y mientras que el régimen continúe siendolo (aún si hace algunas concesiones o inicia algún proceso de liberalización con el fin de legitimarse), no hay lugar a la reinserción de los grupos alzados en armas (siempre y cuando éstos se definan, de alguna manera, como enemigos políticos del régimen). En esta situación solo caben dos alternativas: o el actor armado logra el derrocamiento del régimen gracias a una victoria revolucionaria (como en Cuba, o Nicaragua), o el régimen logra el aniquilamiento del enemigo político armado por la vía militar, el desmantelamiento progresivo de la organización gracias a métodos de inteligencia policial o alguna combinación de las anteriores (como en el Perú de Fujimori contra Sendero Luminoso y el MRTA). Dicho de otra manera: en un régimen autoritario, no hay lugar a la reincorporación exitosa de un contendor armado.


Es así cómo la democratización del régimen político se convierte en condición indispensable para la reinserción de los actores armados, es decir, es condición necesaria para poner fin a los conflictos armados internos y para la reinserción de los actores armados en el proceso político institucional. Resulta importante anotar que en este proceso de ampliar el sistema político y asegurar la representación de sectores hasta la fecha excluídos de la sociedad política17, es preciso no sólo hacer lugar para la representación de la izquierda (normalmente a través de la reincorporación de la guerrilla y su reconversión en partido político) sino también para la reconversión e institucionalización de la derecha, evitando así el deslizamiento de los sectores que ideológicamente se sitúan a la derecha del espectro político hacia posiciones extrainstitucionales y las tentaciones que conformar grupos de justicia privada, escuadrones de la muerte, de limpieza social, etc. Es decir, la ampliación del sistema político debe dar cabida tanto a la izquierda como a la derecha y proveer por una institucionalización de ambos polos.18

Sin embargo, tal democratización (entendida básicamente como la extensión de las libertades y derechos civiles y políticos básicos a la totalidad de la población y la realización de elecciones abiertas, libres, competitivas y limpias para ocupar los principales cargos del Estado)19, es condición necesaria pero no suficiente para el establecimiento de una “paz firme y duradera”20. Para consolidar los logros de los procesos de negociación y reincorporación en el largo plazo y garantizar su perduración en el tiempo es además necesario avanzar en la construcción/reconstrucción de un Estado capaz de proveer las bases institucionales para el adecuado funcionamiento de la democracia. En otras palabras, es preciso avanzar hacia el logro de un adecuado funcionamiento del “Estado de derecho”.


El segundo conjunto de condiciones: la reconstrucción de un Estado democrático


Ahora bien, la construcción/reconstrucción de un estado democrático de derecho parece más difícil que el establecimiento de los procedimientos necesarios para asegurar la realización de elecciones competitivas, libres y limpias. Sin embargo, ambas tareas son esenciales para la consolidación de la democracia y de una paz firme y duradera.


En lo referente al estado, cabe hacer mención de la necesidad de monopolizar en sus manos el uso de la coerción como condición previa y respaldo último de su autoridad para crear y sostener un orden normativo de carácter democrático, vinculante para toda la sociedad. En palabras de Rueschemeyer, Stephens y Stephens : allí “donde la consolidación de esta autoridad del Estado está seriamente en cuestión, donde es desafiada por el conflicto armado y donde su logro es incierto, las formas democráticas de gobierno son imposibles”21. De allí la urgente necesidad de recuperar el control sobre el uso de la fuerza mediante la construcción de un brazo armado profesional para el estado. Sin embargo, una vez consolidado el monopolio del uso de la fuerza, el peso de los aparatos de coerción dentro de la estructura estatal y el tipo de relación que sostienen con la sociedad, son fundamentales para alimentar o minar las posibilidades de la democratización. De allí que también sea necesario subordinar a los militares al poder civil y reafirmar la autoridad de éste último en todas las materias concernientes a la defensa y la seguridad.


Por otro lado, el estado debe también fortalecerse con el fin de respaldar, mediante la aplicación efectiva de la ley, un orden normativo colectivo predecible. La capacidad de las organizaciones estatales para garantizar los derechos y libertades constitucionales y poner en vigencia la ley resulta absolutamente indispensable para el ejercicio de la ciudadanía y la democracia. Por ello resulta tan importante fortalecer el aparato de justicia y garantizar su independencia y eficacia.


Finalmente, la despolitización del estado en términos de la creación de una burocracia meritocrática independiente de los gobernantes de turno y la ampliación de su capacidad para extraer y administrar recursos, resultan cruciales para los fines de fortalecer el “poder infraestructural” del Estado, es decir “la capacidad del Estado para penetrar efectivamente la sociedad civil y para implementar logísticamente las decisiones políticas a todo lo largo del territorio bajo su jurisdicción”.22


Este fortalecimiento de lo que Michael Mann llama el “poder infraestructural” del Estado resulta crucial para el cumplimiento de las tareas de largo plazo contenidas en el proceso tanto de reinserción como de democratización. En suma, el proceso debe apuntar hacia la construcción/reconstrucción de un estado liviano pero eficaz, “capaz de crear sólidas raíces para las reglas del juego democrático, de resolver en forma progresiva las principales cuestiones de equidad social, y de generar condiciones para tasas de crecimiento económico apropiadas con el fin de sostener los avances en las áreas tanto de la democracia como de la equidad social”.23


Si bien las tareas de democratización del régimen y de reconstrucción/fortalecimiento del estado pueden iniciarse de manera simultánea, es preciso anotar que mientras que las primeras pueden llevarse a cabo en el corto o mediano plazo, las segundas implican transformaciones del largo plazo. Además es preciso anotar que las primeras son transformaciones que son susceptibles en buena medida de la manipulación intencionada de los actores políticos, mientras que las segundas no son objeto fácil de reforma mediante la ingeniería institucional y dependen de una serie de variables sociales y económicas más estructurales y de difícil modificación. Es por eso que se puede plantear una secuencia que va de la liberalización a la transición, como prerequisitos indispensables para el éxito de la negociación y la reinserción, hasta el fortalecimiento de un estado democrático, como parte del proceso de consolidación tanto de la paz como de la democracia. Sin duda la segunda es la fase más difícil, la que está previsiblemente más llena de dificultades, la más amenazada. Paradójicamente, también es a la que se presta menos atención, tanto en el análisis, como en los programas de asistencia y cooperación internacional. El énfasis de estos no debería estar puesto solamente en las condiciones necesarias para asegurar una finalización del conflicto armado, sino en garantizar las condiciones para el establecimiento y mantenimiento de una paz firme y duradera. Eso implica un esfuerzo consistente y prolongado en tareas de largo aliento que están asociadas a la construcción/reconstrucción de los estados en naciones post-conflicto.


En Colombia, una vez culminada la parte más importante de la reforma política y luego de la reinserción de cinco grupos guerrilleros significativos (M-19, EPL, PRT, MAQL y CRS), se hace evidente la insuficiencia de tal reforma para dar fin al conflicto armado: lo que surge a la luz luego de la reforma del régimen es la necesidad urgente de dar paso a las reformas del segundo tipo, es decir aquellas que conducen a la reestructuración, democratización y fortalecimiento del estado de derecho. En este punto coinciden los casos de Colombia con los de El Salvador y Guatemala. Aunque se podría argumentar que éstos últimos le llevan una ventaja a Colombia: en el sentido de que emprenden estas reformas en un contexto post-conflicto, cuando ya hay desmovilización de la guerrilla y se ha iniciado el proceso hacia su reinserción. Por el contrario, Colombia debe iniciar tal proceso en medio de las negociaciones con la guerrilla; de tal suerte que el proceso de negociación incluye como parte sustancial de la agenda, la realización de esas reformas.


La gran diferencia entre Colombia y El Salvador o Guatemala es evidentemente que, mientras que en los dos últimos casos se trata de regímenes militares autoritarios (hasta mediados de los 80, al menos), en Colombia desde 1958 hata 1974 se da una democracia limitada y a partir de 1974 una democracia sin limitaciones formales, aunque con algunas restricciones que perduran luego de finalizado el período conocido como el Frente Nacional (1958 – 1974). A diferencia de El Salvador y de Guatemala, Colombia no está abocada a recorrer, simultáneamente el camino de la transición hacia la democracia y el de la negociación del conflicto armado. En Colombia, por lo tanto, las demandas de la guerrilla — más que exigir una transición de un régimen (autoritario) a otro (democrático) —, giran en torno a la eliminación de una serie de herencias institucionales perversas que limitan, restringen, constriñen el funcionamiento del régimen democrático (las cuales son finalmente eliminadas con la reforma constitucional de 1991). En consecuencia, giran también en torno a la necesaria ampliación del sistema político, y la profundización de la democracia (creación de nuevos mecanismos de participación, nuevos escenarios para la representación, creación y fortalecimiento de mecanismos de control -horizontal y vertical - democrático y rendición de cuentas por parte del estado).


En síntesis, mientras que las luchas armadas en Centroamérica tienen como principal objetivo obligar a la transformación de regímenes militares autoritarios y garantizar la transición a la democracia por primera vez en la historia de estos países, en Colombia las luchas guerrilleras se dan en el marco de un régimen que ya ha transitado hacia la democracia, y tienen como principal objetivo la eliminación de las herencias autoritarias y los elementos que impiden la consolidación de esa democracia Lo prolongado del conflicto colombiano atestigua, por el contrario, los enormes vacíos y problemas del régimen colombiano y la larga marcha a la consolidacion democrática.


Pese a haber culminado su transición democrática hace más de cuatro décadas, Colombia comparte con los casos centroamericanos el desafío de llevar a cabo las reformas de segundo tipo: es decir, reconstruir un estado capaz de garantizar tanto una paz duradera como la consolidación de la democracia. Sin necesidad de entrar en detalles de tipo histórico, es posible afirmar que si bien el proceso de formación del estado colombiano ha sido muy diferente al de los estados centroamericanos24, Colombia enfrenta a comienzos del siglo XXI tareas similares a las que enfrentan los incipientes estados centroamericanos; entre ellas se cuentan la diferenciación entre fuerzas militares y de policía, la reorientación del ejército hacia tareas de defensa externa, la civilización de los cuerpos de policía, la eliminación de cualquier organismo de seguridad autónomo del poder civil, la reconstrucción del aparato de justicia, el fortalecimiento de su capacidad para resolver los conflictos entre ciudadanos así como para proteger a éstos últimos frente a los potenciales abusos por parte de los agentes del Estado, la racionalización y humanización del sistema carcelario, etc.


Implicaciones para la construcción de una agenda de negociación: las lecciones de Guatemala y El Salvador


Como consecuencia de las reformas políticas adelantadas entre 1982 y 1994, en Colombia ya la reforma político-electoral no forma parte sustancial de la agenda de negociación. Sin embargo, hay todavía un amplio margen para negociar las reformas de segundo tipo, atinentes a la reestructuración, democratización y fortalecimiento del Estado, en lo cual Colombia coincide con los casos salvadoreño y guatemalteco. Ante todo, es preciso recuperar el monopolio del uso de la fuerza, a la vez que se disciplina y se controla al brazo armado del estado, y se fortalece el poder civil.


En El Salvador, por ejemplo, la reforma más sobresaliente a este respecto tiene que ver con el acuerdo para reducir el tamaño del ejército, lo cual se logró en más o menos un año, al pasar de 55,000 hombres a 29,000, es decir una reducción de cerca del 50 % de su tamaño original. De manera simultánea, además de reducir el tamaño de las Fuerzas Armadas, se buscaba purgarlas de aquellos oficiales comprometidos en violaciones de derechos humanos. Esta segunda tarea, estrechamente vinculada con las exigencias relativas a la defensa de los derechos humanos, resulta mucho más difícil de llevar a cabo por cuanto implica no sólo un cierto enfrentamiento con el poder militar, sino además la reconstrucción y el fortalecimiento del aparato de justicia. En todo caso, se trata de avanzar hacia el logro de subordinar a los militares al poder civil, a la par con la afirmación de la autoridad por parte de éste último en todos los aspectos de la actividad militar: desde los asuntos internos meramente administrativos, pasando por la formulación de políticas, hasta la sanción judicial de los delitos cometidos por sus miembros.


Por otra parte, se acordó distinguir las funciones de defensa de aquellas de seguridad pública, una distinción que lleva implícita la separación institucional de la policía con respecto a las fuerzas militares25 y la necesidad de desvincular a la policía de cualquier función que implique su militarización. Así, entonces, se creó una Policía Nacional Civil independiente de las Fuerzas Armadas y ajena a toda actividad partidista, así como una Academia Nacional de Seguridad Pública.


Esta diferenciación de las fuerzas militares implica, además, la reorientación de las mismas hacia funciones relacionadas únicamente con la defensa del territorio y la soberanía, y totalmente ajenas a la conducción de los asuntos de gobierno o el despliegue de funciones de seguridad y orden público internos. Igualmente, exige la eliminación de todos los demás cuerpos de seguridad militarizados como la Guardia Nacional y la Policía de Hacienda.


Por otro lado están las reformas destinadas a la protección y defensa de los derechos humanos. Esta area es notoria por su relativo fracaso en cuanto a las condiciones pactadas en los acuerdos de paz. Pese a haber constituído una Comisión de la Verdad con amplios poderes para señalar a los responsables de las violaciones de derechos humanos durante la guerra, en 1993 el partido de gobierno (ARENA) logró la aprobación en la Asamblea Legislativa de una generosa amnistía que cubre a todos los responsables. En esta medida, la amnistía logró contrarrestar las recomendaciones hechas por la Comisión de la Verdad.


En lo que respecta a la defensa de los derechos humanos, si bien la amnistía puede ser una medida que facilite en un principio la reconciliación y la reinserción de la guerrilla, en el mediano plazo puede convertirse en un nuevo aliciente para reanudar los ciclos de impunidad y la violencia que viene aparejada con ella. La justicia no puede ser vista únicamente como un asunto a resolver hacia el futuro; la asignación de responsabilidades y el castigo de los responsables por los hechos pasados se constituye en la piedra angular de la lucha contra la impunidad y el fortalecimiento de un aparato judicial credible y eficaz.


Por otro lado, y para fortalecer las instituciones estatales encargadas de la protección de los derechos humanos, se acordó la creación de una Procuraduría para la Defensa de los Derechos Humanos. Finalmente, en un esfuerzo por contrarrestar una previsible oleada de crímenes en la fase post-conflicto, se acordó instituír algunas medidas para el control de armas de fuego


En cuanto a la reforma y fortalecimiento del aparato de justicia, en el caso salvadoreño se acordaron varias reformas: en primer lugar, la Creación de un Consejo Nacional de la Judicatura, encargado de nombrar a los jueces y de presentar a los candidatos para conformar la Corte Suprema de Justicia, quienes a su vez serán elegidos por la Asamblea Legislativa en proporciones de dos tercios cada nueve años. El efecto deseado es, por supuesto, garantizar la independencia de la rama judicial, la calidad de los jueces y magistrados, y la creación de una carrera judicial. Adicionalmente, la Comisión de la Verdad hizo varias recomendaciones dirigidas hacia el fortalecimiento e independencia de la rama judicial y la protección de los derechos individuales. Entre estas se cuentan la necesidad de enjuiciar a los oficiales militares acusados de violaciones a los derechos humanos; reemplazar a los magistrados de la antigua Corte Suprema de Justicia; purgar a los jueces incompetentes y deshonestos; promover el acceso de todos los ciudadanos a la justicia; garantizar el debido proceso; aprobar un nuevo código penal y un nuevo código de procedimiento penal.


Finalmente, y de manera muy interesante, los acuerdos para la reestructuración del estado salvadoreño le han otorgado una especial importancia a la necesidad de revitalizar y democratizar la política en el nivel local. Por un lado, por cuanto la reconciliación local resulta clave para la durabilidad del proceso de consolidación de la paz. Por el otro, porque el FMLN consideró, acertadamente, que la construcción de un nuevo partido político necesariamente pasaba por la legalización y reafirmación de sus bases de poder local. Es así como logró que la prioridad en la entrega de tierras le fuera asignada a sus combatientes y a la población en las zonas bajo su control; en algunos casos, se logró una administración local compartida; y finalmente, se hizo énfasis en la legalización y reconocimiento de las organizaciones locales creadas a lo largo del conflicto.


Es así como, la reforma de las fuerzas armadas y del aparato de seguridad, la reforma y fortalecimiento de la justicia, y la descentralización del estado, se convierten en el caso salvadoreño en las tres grandes áreas de reestructuración del Estado que deben respaldar, necesariamente, el proceso de consolidación democrática en el nivel del régimen político. En el balance final, es preciso decir que el proceso salvadoreño ha sido exitoso en la generación de un espacio significativo para el ejercicio de la oposición política y que también ha logrado una reducción sensible del número de violaciones a los derechos humanos. Todavía resta mucho camino por andar antes crear las condiciones que permitan un ejercicio pleno de los derechos políticos y civiles por parte de todos los salvadoreños. Sin embargo, algo se ha avanzado en este campo.


Ahora veamos qué lecciones se derivan del caso guatemalteco. Una primera gran área de reforma, clave en situaciones post-conflicto, abarca la recuperación del monopolio de los medios de coerción, pero además implica la creación de mecanismos para disciplinar y controlar a sus detentadores. En este sentido, los acuerdos firmados en Guatemala propusieron una serie de reformas claves: entre ellas, la necesidad de reducir el tamaño del ejército en un 33% y la proporción de dineros públicos destinados al gasto militar; la necesidad de reorientar la función de las Fuerzas Militares hacia la defensa nacional26; la necesidad de crear una sola Policía Nacional Civil, con funciones diferenciadas frente al ejército y dependiente del Ministerio de la Gobernación; la necesidad de eliminar todos los aparatos de seguridad del Estado especializados en funciones puramente represivas (como el Estado Mayor Presidencial o la Policía Militar Ambulante); la necesidad de eliminar igualmente todos los aparatos de seguridad privada creados durante la guerra contra las guerrillas (mediante la derogación del decreto de creación de los Comités Voluntarios de Defensa Civil) y la regulación de las empresas privadas de seguridad; la necesidad de recuperar para el poder civil el manejo de las políticas relacionadas con la defensa y la seguridad mediante consejos asesores a nivel nacional (Consejo Asesor de Seguridad y Secretaría de Análisis Estratégico), el nombramiento de un Ministro de Defensa Civil, y la creación de un servicio de inteligencia civil dependiente también del Ministerio de la Gobernación; la regulación del porte de armas y, por último, la promoción de la participación ciudadana en asuntos de seguridad pública a través de figuras como las Juntas Locales de Seguridad.


Una segunda gran área que requiere la reestructuración democrática del Estado es aquella que se refiere a la defensa y promoción de los derechos humanos en todo el territorio nacional. En tal sentido, los acuerdos guatemaltecos contemplaban el fortalecimiento de algunas instituciones existentes como la Procuraduría de Derechos Humanos, garantizando su autonomía e independencia, así como la de los demás órganos judiciales y la del Ministerio Público. Por otro lado, y con el fin de lograr ciertas reformas como la del código penal, es necesaria además de la acción del ejecutivo, la cooperación con el poder legislativo. Adicionalmente, y de manera complementaria con el punto anterior, resulta necesario eliminar todo cuerpo de seguridad paralelo, ilegal o clandestino, además de todos aquellos que aún oficiales, cumplan meramente funciones represivas. Finalmente, por supuesto, la regulación del porte y uso de armas se hace imperativo.


Hacia el futuro, se trata de garantizar para todos los ciudadanos, el acceso a y el disfrute de los derechos y libertades civiles y políticas que constituyen la base del ejercicio de la ciudadanía y la democracia. Retrospectivamente, sin embargo, y puesto que se trata de una situación post-conflicto armado, se debe también garantizar la asistencia y el resarcimiento a las víctimas de la violencia anterior. Con este fin primordial se creó la Comisión de Esclarecimiento Histórico (CEH). Con un mandato mucho más estrecho que el de la Comisión de la Verdad salvadoreña27, sin embargo, el efecto de las conclusiones de la CEH ha sido mínimo: actualmente sólo se encuentran en marcha 3 o 4 procesos judiciales por masacres. Los demás casos, o bien no se han aireado ante la justicia, o han sido objeto de alguna de las leyes de amnistía y reconciliación nacional aprobadas en los últimos años.


Esta es quizás una de las áreas en que se han dado menos avances en el caso guatemalteco, pese a ser crucial para una reconciliación definitiva y una paz duradera. Sin embargo, como en tantos otros casos28, la reconciliación en el corto plazo implicó en Guatemala la necesidad de posponer la resolución de los casos más flagrantes de violación de los derechos humanos. Ambas partes —tanto el gobierno como la guerrilla —‚ jugaron un papel en la decisión de enterrar estos casos y dejarlos en el pasado, “un pasado con el cual no se ha decidido qué hacer”, en palabras de Luis Pásara29. Más que la escasez de recursos materiales, humanos y técnicos disponibles para la recolección de pruebas judiciales (que constituyen un gran obstáculo, sin duda), la falta de capacitación de los miembros del aparato de justicia (que también es un obstáculo) o la debilidad del sistema judicial en general, es este supuesto acuerdo para silenciar el pasado el que amenaza la resolución de los casos de violación de los derechos humanos en Guatemala. No obstante, y aquí está la amenaza potencial, lo más probable es que el tema vuelva a resucitar, ocasionando nuevas dificultades para la consolidación de la paz y la democracia, una o dos décadas más tarde, como también ha sucedido en Chile o Argentina post-transición.


De lo anterior se deduce que la principal tarea que enfrenta Guatemala y en consecuencia otros casos de sociedades post-conflicto en la lucha contra la impunidad. Sin embargo, como ya lo vimos en el apartado anterior, los requerimientos políticos de la transición conspiraron para impedir el juzgamiento y la sanción de los responsables involucrados en violaciones a los derechos humanos. Tales medidas no hacen más que alimentar el ciclo impunidad – justicia privada – impunidad que está detrás de la violencia recurrente. La única forma de poner fin a los círculos viciosos engendrados por la violencia impune consiste en señalar y reconocer a los responsables, y castigarlos o perdonarlos según sea la última decisión de la sociedad. Pero si es cierto que sin verdad no hay justicia, también es cierto que sin justicia, la verdad no sirve a la reconciliación sino a la venganza.


Aparte de garantizar el fin de la impunidad, y para evitar reincidencias en el futuro, se requiere de reformas al código penal con el fin de eliminar los fueros especiales o las jurisdicciones privativas, así como para tipificar algunos delitos como la desaparición forzada y la ejecución sumaria. Por otra parte, se requiere dotar a la rama judicial de los recursos materiales, humanos y técnicos necesarios para una prestación eficaz del servicio de justicia. En este aparte deben considerarse temas como la formación universitaria de los abogados, la carrera judicial,30 la modernización técnica del aparato judicial, el fortalecimiento de su capacidad para recolectar las pruebas, la protección de los jueces y el mejoramiento de la capacidad administrativa de la rama. Por último, hace falta también una reforma y readecuación del sistema penitenciario.


Colombia comparte con Guatemala y El Salvador buena parte de los retos de las situaciones post-conflicto, aún a pesar de no haber logrado todavía la solución negociada del conflicto armado interno. En primer lugar, resulta prioritario el desmonte de todos los grupos de justicia privada — v.gr. las autodefensas, los paramilitares, los escuadrones de la muerte, los grupos de limpieza, las bandas de sicarios, etc. — que han proliferado en el caso colombiano a lo largo de las últimas dos décadas. En segundo lugar, resulta urgente enfrentar la cuestión de la delincuencia común y el aumento desmedido de las tasas de criminalidad (El Salvador, Guatemala y Colombia ostentan hoy en día las tasas de homicidios mas altas del continente). Para el logro de ambos objetivos es fundamental la reconstrucción de una policía nacional civil, desmilitarizada, independiente del ejército, profesional y dotada de los medios para actuar, así como de la reconstrucción de un aparato de justicia imparcial y eficaz.


Esta segunda fase del proceso de reinserción resulta más difícil por varias razones: en primer lugar, porque la sola sedimentación de las reformas políticas logradas en la primera fase requiere tiempo y maduración. En segundo lugar y de manera más relevante, porque la segunda fase implica transformaciones “estructurales” de ciertas instituciones del Estado (como las Fuerzas Armadas, de policía, de seguridad y el aparato Judicial) que no son tan susceptibles de manipulación a través de la ingeniería institucional como sí lo puede ser el sistema electoral. Más aún: la “democratización del Estado” no sólo requiere la eliminación de los elementos perversos heredados del pasado, que lograron sobrevivir a la transición; también requiere de la construcción/reconstrucción de instituciones aptas para respaldar el proceso democrático: un ejército subordinado al poder civil, una policía civil, una justicia eficaz, un régimen carcelario que respete los derechos humanos, una burocracia despolitizada y eficaz, etc. No se trata, por lo tanto, sólo de remover obstáculos, eliminar enclaves autoritarios, aniquilar enemigos dentro del Estado mismo; sino también y fundamentalmente de construir y reconstruir instituciones. Lo cual resulta tanto más difícil, puesto que requiere tiempo, asistencia y recursos.


Tanto la sociedad doméstica como la comunidad internacional deben tener en cuenta la magnitud de los recursos que amerita un proceso de recontrucción institucional que habrá de tomar por lo menos diez o quince años más, luego de la firma de los acuerdos. Dichos recursos deberían provenir, también, de una mayor extracción interna, lo cual requiere la ampliación de la base tributaria, el aumento de la capacidad administrativa del Estado para recolectar y gestionar estos recursos, y la disminución o eliminación del uso privado de los recursos públicos, factor que afecta de manera drástica la disposición de pagar impuestos por parte de los sectores aptos para tributar en América Latina. Todo esto, como es obvio, implica un relativo fortalecimiento del Estado en todos los casos mencionados.


Todo proceso de paz exitoso involucra al menos dos fases: una de negociación (cuya duración es variable) y otra de consolidación de la paz en la situación post-conflicto que debe tomar al menos una o dos décadas. La mayor parte de los estudios se han concentrado en la primera y han abandonado la necesidad de reflexionar a fondo sobre los requerimientos de la segunda, la cual es esencial para evitar una recurrencia del conflicto. La participación de la comunidad internacional y la ayuda financiera internacional han sufrido de este mismo tipo de “miopía”. El desafío más grande es, a nuestro juicio, la necesidad de reconstruir un estado democrático de derecho. Esto no sólo toma tiempo sino que exige una buena dosis de recursos, quizás mayor que la que exige la reinserción inmediata de los combatientes y la verificación de los acuerdos de corto plazo. Hasta ahora, sin embargo, no está claro quiénes ni con cuántos recursos están dispuestos a acompañar a Colombia en la realización de tamaña tarea.



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Ponencia preparada para la conferencia “Colombia in Context”, organized by the Center for Latin American Studies and the Colombia Working Group at the University of California, Berkeley, March 2, 2001.

Ponencia preparada para la conferencia “Colombia in Context”, organized by the Center for Latin American Studies and the Colombia Working Group at the University of California, Berkeley, March 2, 2001.

Politóloga, Investigadora Visitante, Kellogg Institute, Universidad de Notre Dame.

1 La conformación de las diversas comisiones convocadas por el ejecutivo (otras veces conformadas por iniciativa de algunos sectores dentro de la sociedad civil), hablan del carácter mismo del conflicto colombiano: se trata de representar allí los diversos sectores político-ideológicos en pugna, no se trata de una representación de carácter social (digamos obreros, campesinos, estudiantes, mujeres, etc.), ni de diversos grupos étnicos, ni raciales, ni religiosos, ni lingüísticos, ni nacionales. Siempre se incluyen algunos empresarios, ante todo directores gremiales (los ganaderos, los comerciantes, la SAC) y algunos miembros de las confederaciones sindicales más importantes (la CUT, por ejemplo), como indicación del trasfondo social que subyace al conflicto, ante todo un conflicto social rural, que gira en torno a la distribución y uso de la tierra. Pero la mayoría de los miembros de estas comisiones realmente son representantes de los partidos, de los diversos movimientos políticos, de las agrupaciones de izquierda, de los académicos, de la Iglesia como institución, algunas veces generales en retiro, ex-guerrilleros, en fin: representantes de los sectores político-ideológicos que están en la base de la violencia política en Colombia. Las reflexiones que aquí se presentan acerca del proceso de paz se basan fundamentalmente en Ana María Bejarano et al., “La fragmentación interna del estado y su impacto sobre la formulación de una política estatal de paz y convivencia ciudadana”, Informe Final de Investigación, presentado a COLCIENCIAS, Bogotá, diciembre de 2000.

2 Doy por supuesto que el conflicto se alimenta de las profundas desigualdades socio-económicas que caracterizan a la sociedad colombiana y que constituyen terreno abonado para el mismo. El argumento central que quiero exponer sigue siendo, no obstante, que la desigualdad socio-económica no es la causa última de ese conflicto, sino que se trata de una enemistad fundamentalmente política.

3 Por definición, entonces, estoy afirmando simultáneamente que el conflicto no encuentra su razón última en la exclusión cultural, ni social, ni económica, aunque puede ser reforzado y alimentado por ellas.

4 Sin embargo, durante el gobierno de Samper (1994 – 1998) se observa un cambio: el énfasis pasa de la reforma política a los derechos humanos y la humanización del conflicto. Nuestra hipótesis es que ésto no es fruto de una selección deliberada por parte del ejecutivo, sino producto de dos factores: primero, la crisis humanitaria que afecta al país dado el agravamiento y el deterioro del conflicto interno. Segunda, el hecho de que una vez culminada la mayor y más importante parte de la reforma política (con la nueva constitución de 1991), el tema de la reforma del régimen pasa a segundo plano y entonces la otra dimensión del proceso de paz, la que tiene que ver con la protección de los derechos civiles tanto de los combatientes como de la población no combatiente, pasa a primer plano. Este es un viraje interesante del proceso: mientras que entre 1982 y 1994 la política de paz comprendía la tríada: negociación, más reforma política, más PNR, desde 1994 el componente de reforma política se sustituye por un fuerte componente en materia de derechos humanos y derecho internacional humanitario.


5 De una lectura de los acuerdos firmados a lo largo de estos dieciseis años, así como de las demandas presentadas por las FARC y el ELN en las conversaciones que con ellos han tenido lugar, se desprende lo siguiente: a excepción de las FARC y su petición de reforma agraria, todas las demandas de la guerrilla son fundamentalmente políticas. Todos los grupos guerrilleros, sin excepción, hacen expreso que desearían “que la sociedad sea más justa y equitativa”, deseo que compartimos el 90% de los colombianos. En concreto, esos deseos de mayor justicia y equidad, aparecen en los acuerdos como demandas para avanzar en la formulación de programas de desarrollo regional por parte del EPL, el MAQL, el PRT y la CRS. El MAQL, adicionalmente, presenta una serie de reivindicaciones étnicas que lo diferencian de las demás guerrillas. Con estas pequeñas excepciones, entonces, es posible afirmar que las peticiones de reforma formuladas por la guerrilla realmente se concentran en el ámbito de la reforma política.

6 Apropósito ver Ana María Bejarano y Eduardo Pizarro, “Reforma Política y Paz: lo que queda por negociar en materia de reforma política”, Borrador inédito, Ponencia preparada para la Conferencia “Democracy, Human Rights and Peace in Colombia”, organizada por el Instituto Kellogg de la Universidad de Notre Dame, Notre Dame, marzo 26 y 27 de 2001.

7 Esta idea se encuentra desarrollada en el último punto de este documento.

8 La anotación entre [paréntesis] es mía.

9 A propósito de este tema ver el informe final presentado a COLCIENCIAS de la investigación “¿Por qué las viejas formas del ejercicio de la política no murieron? Un análisis del sistema electoral”, elaborado por Felipe Botero, Laura Zambrano, Francisco José Quiroz y Laura Wills bajo la dirección de Ana María Bejarano, Bogotá,, CIJUS, Universidad de Los Andes, Agosto de 2000.

10 Ver el informe final de la investigación “¿Por qué las viejas formas del ejercicio de la política no murieron? Un análisis del sistema electoral”, presentado a COLCIENCIAS por Felipe Botero, Laura

Zambrano y Francisco Quiroz, bajo la dirección de Ana María Bejarano, Bogotá, CIJUS, agosto de 2000,

11 Denunciada por primera vez por el Procurador General de la Nación de ese entonces, Carlos Jiménez Gómez quien acusó a 57 oficiales de tener nexos con el entonces pionero “Muerte A Secuestradores” MAS.

12 Ver Eduardo Pizarro, Insurgencia sin Revolución (1996).

13 De los ocho grupos mencionados más arriba solo quedan dos: las FARC y el ELN. Pero a su vez, al interior de cada uno de estos, subsisten fracciones e intensas divisiones: al menos dos dentro del ELN (moderados versus radicales) y quizás más dentro de las FARC. El problema adicional con las FARC es que aparentemente su estructura interna se ido haciendo cada vez más descentralizada — una especie de federación de bloques y frentes guerrilleros.

14 Si a principios de la década de los 80 se calculaba su tamaño en algunos cientos, para finales de la década de los noventa se calcula que se acercan a los 8,000. Las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) reclaman tener 6,800 hombres en 28 frentes de guerra.

15 Ver Pizarro (1996).

16 Aquí valdría la pena quizás introducir un leve matiz: solamente a partir de 1992, con el planteamiento de la “guerra integral” por parte del gobierno de Cesar Gaviria, parece formularse un distanciamiento claro frente a la “doctrina Betancur”.

17 El término “sociedad política” se utiliza aquí en el sentido opuesto y complementario al de sociedad civil, como sinónimo de “sistema de representación”, o de “estructura político – partidaria”.

18 En El Salvador esto se ha logrado con la creación de los partidos

19 Ver Guillermo O’Donnell, “Democracy, Law and Comparative Politics”, The Kellogg Institute for International Studies, University of Notre Dame, Working Paper # 274, April 2000.

20 La expresión ha sido retomada de los acuerdos de paz firmados en Guatemala que la llevaban, significativamente, como título.

21 Dietrich Rueschemeyer, Evelyn H. Stephens y John D. Stephens, Capitalist Development and Democracy, Chicago, University of Chicago Press, 1992, pg. 67.

22 La cita es de Michael Mann, “The Autonomous Power of the State”, en Archives Européenes de Sociologie, Tomo XXV, No. 2, 1984, pg. 189.

23 Guillermo O’Donnell, “On the State, Various Crises and Problematic Democratizations”, preliminary draft, Helen Kellogg Institute for International Studies, University of Notre Dame and CEBRAP, March 1992, pg. 6.

24 A propósito ver Robert G. Williams, States and Social Evolution. Coffee and the Rise of National Governments in Central America, Chapel Hill and London, The University of North Carolina Press, 1994.

25 Separación que requiere una enmienda constitucional.

26 En opinión de Luis Pásara, éste, junto con el de la justicia, son los dos únicos temas que ameritan una reforma constitucional en Guatemala. Entrevista, Notre Dame, 22 de noviembre de 2000.

27 En el sentido en que la CEH podía esclarecer hechos o procesos pero no podía señalar a nadie en particular como culpable.

28 Aquí se piensa ante todo en el Cono Sur (Chile, Argentina y Uruguay), pero también en la Europa de la posguerra.

29 Ver entrevista, Notre Dame, Noviembre 22 de 2000.

30 A juicio de Luis Pásara, un experto en reforma judicial, uno de los temas que realmente requiere de una reforma constitucional en Guatemala es el tema de la inexistencia de una carrera judicial. Según la constitución actual, todos los jueces deben ser cambiados cada cinco años, con lo cual se impide la formación de una carrera judicial. Hasta ahora, la ley de carrera judicial ha subsanado hasta donde es posible este problema, pero su resolución definitivamente requiere de una reforma constitucional. Entrevista, Notre Dame, 22 de noviembre de 2000.


ANEXO I DECLARACIÓN DE CONFLICTO DE INTERESES DEFINICIÓN
AYUDA PARA LA TOMA DE DECISIONES ANTE CONFLICTOS ÉTICOS
AYUNTAMIENTO DE LAREDO ASOCIACIÓN CÁNTABRA DE CONFLICTOLOGÍA Y VICTIMOLOGÍA


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