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¿POBRES O EMPOBRECIDOS

¿POBRES O EMPOBRECIDOS?

José Owen

http://www.feadulta.com/ventana-pobresoempobrecidos.htm

   

Las culturas que nos envuelven tienden a hacernos pensar que hay pobres por una de estas dos razones:

       por su culpa, porque son vagos o porque no supieron adaptarse a las leyes del mercado;

      o porque la naturaleza ha hecho a algunos seres humanos poderosos y a otros débiles.

Pero frente a estas explicaciones dominantes hay otra corriente que atraviesa también la historia de la humanidad.

En su versión religiosa, proclama que “Dios no quiere que haya pobres”.

En su versión no religiosa, esta corriente se encarna, sobre todo, en la tradición marxista, que afirma que la naturaleza no hizo a los pobres. Más aún, proclama que la plena realización de la naturaleza implicará la desaparición de los pobres y la igualdad entre los seres humanos.

En ambas versiones el balance es el mismo: los pobres son obra del ser humano. Y por tanto, los pobres son, en su inmensa mayoría, empobrecidos.

No se niegan casos particulares -cuya frecuencia puede discutirse y puede variar-, en los cuales el pobre es el hijo de su propia libertad o de alguna anomalía de la naturaleza.

Pero esos casos particulares no se consideran la ley dominante, que afirma que existen pobres porque el género humano los produce, bien sea de modo inmediato o, mas frecuentemente, de manera mediata o indirecta.

 

Hay pobres porque los hacemos nosotros.

Los humanos somos seres enormemente interconectados, mucho menos aislados de lo que cree y profesa el individualismo cultural, nacido, en buena parte, como la ideología defensora del absoluto de la propiedad.

Todos nuestros actos repercuten en el todo social y estructuran igualdad o desigualdad, riqueza o pobreza. Estructuran sistemas en que los ricos son cada vez más ricos, a costa de que los pobres sean cada vez más pobres.

Nos cuesta aceptar esto porque el individualismo que domina en nuestro ambiente piensa y enseña que lo que yo hago me afecta sólo a mí y no toca para nada a los demás.

Si la propiedad no es un dios -y una sociedad laica no debe tener dioses-, ya no puede ser definida al modo romano como un derecho a usar y a abusar de lo mío.

La clásica tesis de la doctrina social católica de que la propiedad tiene “una función social” nos parecía insuficiente. Hoy, ya ni se habla de aquella tesis que, en nuestros días, resulta subversiva.

De esta situación se sigue como mínimo, la necesidad de una ética seria y radical relativa a nuestro consumo y al uso de nuestro dinero. Nos exige dejar de creer que el que yo consuma más o menos no afecta para nada a los demás.

El consumo es la clave de bóveda de todo nuestro sistema económico, en el que juega un enorme papel el consumismo y la creación de necesidades falsas.

El gran ídolo de nuestro mundo, por su poder y por nuestra dependencia de él, es la energía. Muchas de nuestras superfluidades requieren de un gran gasto de energía.

Nuestros coches pueden rodar a 200 kilómetros por hora -aunque tengamos prohibido pasar de 120-, mientras los pobres caminan varios kilómetros para llegar al lugar de trabajo -¡de explotación!- o a la escuela.

Nosotros añadimos a nuestras comidas aperitivos que servirían de comida a muchos hambrientos de la tierra.

Nosotros gastamos para alimentar a nuestros equipos de fútbol cantidades que equivalen al PIB de un país pequeño.

Y en contraste, ante las demandas de destinar sólo el 0.7% de nuestro PIB para ayuda al exterior, respondemos que eso “no es todavía posible”. La “gracia” está en ese “posible” tranquilizador.

Y si destinamos a la ayuda externa unos céntimos suele ser con la condición de que los inviertan en comprar productos nuestros, que no siempre necesitan.

La tradición cristiana vincula la paz y la justicia, no sólo a niveles sociales, sino a niveles personales, particulares. El Dios bíblico es un Dios de la justicia y el don mayor de ese Dios es la paz.


Jesús de Nazaret solía repetir:
La paz os dejo, mi paz os doy. Esa paz que buscamos con mil técnicas, farmacológicas, de autoestima, de exotismos varios, viene de ser “mansos y humildes de corazón”.

Y esa es la única manera de evitar que ese afán de querer más no se posesione de nosotros y nos haga actuar individualistamente.

La fuente de nuestra propia paz sería así la causa de un mundo menos injusto y, por consiguiente, un mundo con menos empobrecidos.






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